24 abril, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Tumbaron a Belalcázar

Guillermo Mejia Mejia

Por Guillermo Mejía Mejía

Una estatua pedestre que representa a un hombre vestido a la usanza de la España del siglo XV, que señala con su mano a alguna parte y con una larga espada en la otra, es la imagen de la ciudad de Santiago de Cali. Es, como la Torre Eiffel de París o la puerta de Brandemburgo en Berlín, el ícono de la capital del Valle del Cauca.

Otra estatua del mismo personaje acaba de ser derribada en Popayán por indígenas de la etnia Misak que, por lo visto, conocen la historia del personaje, nada grata para ellos y mucho menos para sus antepasados, en un acto rechazado desde luego por las autoridades, entre ellas el expresidente Uribe, y por la venerable Academia Colombiana de la Historia.

El derribo de estatuas es un fenómeno mundial y se han ido al suelo, derribadas con lazos, representaciones de todas las ideologías. Después de la caída del muro de Berlín cayeron en Europa central y oriental, como en el efecto dominó, miles de estatuas de los héroes marxistas, principiando por el mismo Marx, Engels, Lenin, la maravilla de Stalin y la belleza de Erich Honecker el líder de la Alemania oriental. En la antigua Yugoslavia se han bajado estatuas y rebautizado calles que rememoraban al dictador comunista durante 40 años, Josef Broz Tito. Esto, a título de ejemplo, por el lado del pensamiento izquierdista.

Si por el lado de los líderes de izquierda llueve, por el de la derecha no escampa. El mayor derribo, no de una estatua, sino de un símbolo mucho mayor fue la exhumación de los restos de Franco del monumento que se construyó él mismo cerca al Monasterio de El Escorial, conocido como el Valle de los Caídos y el retiro, muy sigiloso, de sus estatuas regadas por la geografía española. Faltan por exhumar, del mismo lugar, los restos de José Antonio Primo de Rivera, líder de la Falange Española, pero por lo pronto la principal avenida de Madrid, llamada durante 42 años Avenida José Antonio, nuevamente lleva su anterior nombre: la Gran Vía.

Parece que en la cultura Misak 500 años no son suficientes para la prescripción de los delitos cometidos por don Sebastián de Belalcázar y en un proceso, como reo ausente, se le condenó al derribo de su estatua en Popayán. Lo que se sabe de las aventuras del adelantado, es que no era ninguna joyita como nos lo quieren vender los textos de historia oficial de Henao y Arrubla, pues no solo fue condenado por los indígenas de la etnia caucana sino que la justicia española de su época, no fue tan benigna como la indígena y lo condenó a muerte por el asesinato del Mariscal Jorge Robledo en los terrenos de la actual Pácora, departamento de Caldas y no propiamente por un método “humanizado” sino que el fundador de Santa Fe de Antioquia y de otras ciudades importantes de Colombia como Anserma y Cartago, fue decapitado y su cabeza empalada para escarmiento de los que en adelante se le atravesaran a tan distinguido personaje. Cuando Belalcázar iba para España a apelar la sentencia, lo alcanzó la muerte en Cartagena.

Pero como la historia oficial nos lo presenta como un fundador egregio y sinigual, la matanza de los incas en Perú, en compañía del “inocente” Francisco Pizarro, la masacre de los indígenas que habitaban el actual Quito en busca del tesoro escondido por el indio Rumiñahui y la apoteósica derrota de tres mil indígenas en el actual Popayán con armas de fuego, desconocidas por los nativos, nos muestran el perfil “humano” y “glorioso” de este asesino cuya estatua tratan los descendientes de los españoles, no los indígenas, de volver a colocar en su sitial de honor como corresponde a un conquistador de la misma calaña de Lope de Aguirre.

Por Norteamérica la cosa no fue mejor.

Antes de la llegada de los europeos a Norteamérica, españoles, ingleses, franceses y holandeses, entre otros, la región estaba habitada por tribus amerindias que tenían sus propias lenguas y costumbres y estaban organizadas en gobiernos jerarquizados. La llegada de los conquistadores implicó, desde luego, un enfrentamiento entre colonizadores y nativos por la posesión de la tierra y fueron las armas de fuego, el poderío militar europeo, el que finalmente logró el predominio del hombre blanco.

Pero además de lo anterior, fueron las enfermedades europeas las que más contribuyeron a diezmar la población aborigen. Los colonizadores traían enfermedades desconocidas para las poblaciones nativas que no tenían defensas contra ellas, tales como el sarampión, la viruela, el cólera y la fiebre amarilla.

Vinieron luego las guerras indias que duraron más de un siglo y que terminaron con la masacre de Wounded Knee, en Dakota del Sur en 1890, en donde 20 soldados mataron a cerca de 300 indígenas desarmados. Por este acto “heroico” los responsables fueron condecorados con la Medalla de Honor.

A partir de ahí el gobierno norteamericano comenzó una reubicación, a la fuerza, de lo que quedaba de la población indígena conocida como la marcha del Sendero de Lágrimas, donde infinidad de indios Cheroquis murieron de hambre y frio. Desde 1876, este mismo gobierno ya obligaba a la población indígena a vivir en reservaciones que aún persisten en el territorio norteamericano.

Esas estatuas de personajes históricos siniestros no se deben destruir sino trasladarlas a museos de la verdad histórica en donde el ciudadano del común pueda observar con objetividad qué clase de sujeto fue en vida el homenajeado.

Para eso los museos de la verdad histórica son ahora la nueva modalidad para enseñar objetivamente la historia a las nuevas generaciones, precisamente con el fin de que esta no se vuelva a repetir, como el museo del Apartheid en Johannesburgo, Sudáfrica, en donde se ve en fotografías y testimonios grabados las barbaridades de los dos bandos en disputa; los museos del Yad Vashem en Jerusalén y de Auschwitz en Polonia, exhiben los elementos de tortura y degradación a los que fueron sometidos los judíos y otros pueblos por los Nazis en la Segunda Guerra Mundial.

El museo de la memoria y los derechos humanos en Chile, muestra lo que fue en realidad la dictadura de Pinochet y lo que hizo su policía secreta la Dina; en el mismo Berlín existen varios museos ubicados en lugares en donde funcionaron oficinas de las SS en cuyas paredes lo que se lee es el mensaje de la no repetición.

Afortunadamente la ley 1448 de 2.011 ordenó la construcción de un museo de la verdad en Bogotá en donde se propicie el debate, la controversia colectiva y donde se cuenten las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por la guerrilla izquierdista, los paramilitares y la fuerza pública y así se dé lugar a diálogos de diversas versiones y no sea solo la historia oficial la que cree los héroes que más tarde tendrán que caer de sus pedestales.

Todas esas estatuas de conquistadores, libertadores, próceres que recurrieron a la violencia y mataron a sus semejantes, las debieran bajar delicadamente de sus monumentos, sin lastimarlas, y llevarlas a los museos de verdad histórica para que efectivamente sí se sepa toda la verdad de lo que hicieron en vida, antes de que sus víctimas o sus descendientes las derriben y las acaben a martillazos.

Termino con esta frase del historiador italiano Enzo Traverso:

“Los manifestantes que derriban monumentos dedicados a esclavistas y genocidios son a menudo acusados de “borrar el pasado”. Sin embargo, sus acciones están obligando a escrutar más de cerca a quienes son honrados por estos monumentos, y esto permite que la historia se vuelva a contar desde el punto de vista de sus víctimas”.