Y de principios de noviembre es el estereotipo de la ciudad. Y lloverán las crónicas, narraciones y relatos para sustentar una tesis falaz que hace de Medellín como la única cuna de mafiosos y paracos, por el simple hecho de detonar pólvora el primer día del mes de diciembre de aquellos años y de estos también.
Recuerdo que la calle era inclinada y su número de identificación sigue siendo el 72, a la cual la cruzan las carreras cuarenta y tanto por oriente y occidente. Estamos en el barrio Manrique de la década del 60. Pocos autos y pocas motocicletas, pues la primera que conocí fue una de marca Lambretta italiana que conducía un tío medio orate y la cual le servía para pasear sobrinos, una que otra novia manriqueña y de cuando en cuando se acordaba para que la había comprado y se iba en ella a su lugar de trabajo.
El barrio de esa década era de una belleza extraordinaria y aún alberga entre sus faldas y calles largas, un sitio privilegiado para un hijo adoptado de profesión tanguero, y ahí parado en una esquina, en medio de placas recordatorias, sigue impávido con una mano entre el bolsillo y con la otra saludando a su fanaticada. (Lea la columna).
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