
Por Carlos Alberto Ospina M.
En Colombia logramos cambiar los crímenes de guerra en sentencias turísticas, inventándonos un sistema penal paralelo que debería estudiarse en Harvard gracias a la justicia transicional y restaurativa. Un eufemismo digno de antología en lo relativo a que los delincuentes no van a la cárcel ni sobrellevan un auténtico castigo. Por el contrario, ellos proporcionarán un voluntariado premium o un correctivo boutique que contempla paseos a las comunidades afectadas por los genocidios, los delitos de lesa humanidad y las desapariciones forzadas.
El spa del mecanismo de transición judicial parece diseñado por un publicista que vende esperanza en empaques brillantes que adentro traen puro aire. Los 21.936 secuestros documentos de las FARC-EP y los 6.402 falsos positivos a manos de militares son dos tragedias nacionales convertidas en vitrina judicial.
La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) tuvo la oportunidad única, a la luz de los macrocasos 001 y 003, de demostrar que incluso en medio de la guerra es posible hacer justicia y revelar que la veracidad podía acompañarse de sanciones proporcionales. Al revés, lo que recogimos fue un teatro de impunidad con sinopsis solemne.
El caso del secuestro no admite sutilezas. Fue la política empresarial del cautiverio aplicada por las FARC a miles personas encadenadas, aisladas y expuestas como mercancías o animales de intercambio. Una estrategia de terror sistemático que dejó familias rotas y vidas arruinadas. Hoy, por ocho años de penalización metafórica, los máximos responsables “aceptan” culpa a modo de un gran hallazgo histórico. Tiempo en el que podrán moverse con objeto de construir canchas de microfútbol, esparcir rosas sin espinas o enseñar origami. ¡Insultante sanción propia! ¿Eso reparara los daños y perjuicios por años de encierro, vejámenes y torturas? Obvio, no.
Así mismo, los falsos positivos presentaron un guion siniestro. Varios soldados y oficiales reclutaron jóvenes pobres para ejecutarlos y disfrazarlos de guerrilleros a fin de inflar las cifras de bajas en combate. Otra fábrica de cadáveres avalada por ciertos mandos castrenses que en las audiencias derramaron lágrimas de cocodrilo, a la par de ofrecer disculpas y confesiones tardías semejantes a un abanico de tonta. El primero de cinco dictámenes programados en el marco del macrocaso 003 acerca de los asesinatos y las desapariciones ejecutadas por integrantes del Estado colombiano en la costa Caribe, también representa un retiro espiritual de ocho años con “restricción efectiva de la libertad”, pero no prisión.
¿Dónde queda la dignidad de los afectados y el principio de lo que es justo y adecuado al trastorno sufrido? Se repite que no hay inmunidad, puesto que este modelo busca la reconciliación. Acordar los ánimos desarticulados no significa indultar por decreto ni obligar a quien padece las consecuencias a aplaudir una pena retórica. Por ejemplo, el ladrón de celular puede recibir doce años tras las rejas y el campesino que tumba monte acaba preso por una década. Mientras tanto, el guerrillero que ordenó homicidios y el general que ensambló una industria de la muerte reciben menos lección que un infractor de las normas de tránsito. Es decir, acá el crimen paga, pero barato.
La narrativa oficial dice que la verdad es importante, sin duda. Sin embargo, al no observar la norma constitucional de simetría todo se vuelve un espectáculo cruel que nada tiene que ver con las violaciones cometidas o el postulado de justicia restaurativa. Tanto de ello, que más bien es un catálogo del horror para foros internacionales y consumo académico que obliga a las víctimas a escuchar, negándoles el derecho a percibir un escarmiento que compense la perturbación. El mensaje es devastador: en Colombia se puede secuestrar, matar y extinguir gente; a lo último, la sentencia sería menor a la de un delito común.
Aquí huele a burla y a penitencia cosmética. Eso no es ecuanimidad que desagravia, ya que se trata de la implementación de un arte perverso de juzgar sin corregir y de obligar a perdonar sin sanar. Es impunidad transicional con certificado oficial, cuyo mayor efecto no será la paz, sino la revictimización y la repetición de la tragedia.
Un país que procesa de manera simbólica los crímenes atroces no sana debido a que multiplica la rabia y destruye la esperanza. En lugar de cerrar las heridas abre otras nuevas en el momento en que las víctimas reciben el máximo castigo: fingir que esto es justicia real.
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