
Por Gerardo Emilio Duque G.
C|oncepto fundamental que legitima la razón de ser, de la existencia misma, esencia metafísica de la sociedad. La relación unión entre persona y sociedad se llama solidaridad. La concepción individualista de sociedad ha acabado la esperanza y lacerado el amor. El individualismo absolutista aliado del capitalismo, la opresión y la injusticia son los protagonistas históricos de un drama de abandono, miseria y pobreza. Son también genocidas las políticas de profundo contenido egocéntrico de hondo contexto de infamia, porque a través del olvido y la indiferencia asesinan de hambre las gentes, lapidan los sueños. La solidaridad no se ejerce a través del abrazo lastimero e insincero, tampoco es llorar a dúo la tragedia ni mucho menos evocar oraciones al todo poderoso con el paganismo a flor de corazón.
Solidaridad es dar, entregar, revivir, sacar del fondo, devolver la alegría y esperanza, mitigar el dolor. Muchos suelen exhibir en las salas de sus casas el cuadro de un anciano nostálgico o del niño en la calle en una acuarela de abandono que golpea el más duro corazón; eso no es solidaridad. La simple lástima que no desencadena en desprendimiento y ayuda efectiva solo permite un asomo de sentimiento inmaterializable que fortalece el egoísmo. Tenemos crisis profunda de solidaridad porque nuestra dirigencia no ejemplariza en ese valor. Pasamos por encima del abandono y el dolor de los demás dando muestras de una profunda insensibilidad brutal como si tristeza y pobreza fuesen escoria social que no soporta la fútil grandeza.
Insolidario el gobernante que con las cifras como paradigma lanza el desempleo en infame criterio de austeridad a miles de empleados y obreros únicamente porque su concepción de ahorro público arrasa con la posibilidad de sobrevivencia de las gentes. Insolidario porque su crisis de imaginación y capacidad de gestión le tornan más fácil el camino hacia el atropello de los derechos de los trabajadores. Insolidario porque el recurso supuestamente ahorrado con el hambre de los desempleados no regresa a estos con inversión social o más fácil se esfuma en corrupción, ostentación y guerra. Insolidario el gobernante que desde la altura de su trono cómodo y lujoso observa indolente el dantesco desfile de indigentes miserables, andrajosos y hambrientos quienes claman afecto concretado en un pedazo de pan, por lo menos para mantener viva su desgracia.
De nada sirve el dirigente brillante ungido de honores y lleno de cartones, sino tiene corazón. Tiene el estado la obligación absoluta de la solidaridad que emana de su legitimidad pública y debe en consecuencia distribuir el recurso con equidad y justicia, llegando al escenario doloroso de la pobreza y la miseria para mitigar con propuestas prácticas e inmediatas el desesperante y aterrador abandono de miles de ciudadanos.
Las muertes diarias que presentan las siniestras estadísticas, los niños sin pan en las mañanas, los desempleados deambulando por nuestras calles llenas de venteritos ambulantes, de locos o desplazados, los negritos en los semáforos, en fatídica romería de transeúntes del dolor, de seres unidos por el abandono y con el corazón desolado constituyen una muestra palpable y siniestra de lo que es la insolidaridad.
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