Por Darío Ruiz Gómez
Un canal norteamericano con periodistas mexicanos hizo de las jornadas de celebración de la consagración del Papa León XIV un verdadero documento visual, al enmarcar la abrumadora alegría de los cien mil fieles presentes en la Plaza de San Pedro, con el deslumbrante espacio que en el siglo XVII diseñó Bernini.
El espacio para la representación de una ceremonia cuya escenificación se desplegó deslumbrantemente ante los fieles que acudieron al llamado espiritual en completa libertad. No como multitud manipulada sino todo lo contrario, con la elevación a que invita la grandeza del escenario, la belleza de la ceremonia que nos recuerda que somos más que “seres históricos” y que la plegaria es una conversación íntima en comunión con los demás.
El espacio de la basílica con las columnas del baldaquino con el cual Bernini mensuró el espacio de la cúpula. La grandiosidad que esta arquitectura impone como aspiración a lo sublime y a lo eterno es lo contrario al agresivo colosalismo de un poder económico como el de los rascacielos de Dubai por ejemplo.
La Plaza de San Pedro nos recordó mediante estas jornadas que es un espacio que convoca al diálogo, el ágora para una comunión universal. Aquí no hubo espectáculo con juego de luces e imágenes digitales y la Iglesia católica recuperó su vigencia ante las ofensas del terrorismo y la impudicia del marketing.
La llamada Plaza de la Revolución en La Habana es un espacio donde el tirano conduce a las gentes para manipularlas políticamente imponiéndoles consignas, robándoles el alma.
El urbanismo de la República planteó la Plaza de Bolívar como el ágora tranquila para el diálogo entre ciudadanos de diversos credos, de distintos orígenes culturales, un lugar, al igual que parques y plazoletas, para el reconocimiento de la diversidad, un lugar sagrado porque cada actor de la democracia debe respetarlo para respetar a los demás, recordándoles que la razón se ha impuesto a la barbarie y que es desde la razón desde donde se legitima el diálogo.
Frágil ilusión que duró muy poco para precipitarnos en esa fatalidad muy bien administrada por poderes ocultos donde la brutalidad no ha cesado de atentar contra cualquier proyecto de grandeza democrática en Colombia.
Hace poco leía un artículo de un distinguido catedrático de filosofía donde argumentaba que el ejemplo que debíamos seguir en Colombia era el de la democracia popular, de Claudia Sheinbaum, la “dictadura perfecta” como acertadamente la llamó Vargas Llosa.
Democracia Popular se autoproclamó y definió el régimen de Stalin y su federación de Democracias populares y Democracia Popular se llama aún la dictadura comunista de Xi Jinping.
Petro habla al igual que el Pacto Histórico aspira a imponer una Democracia Popular y no por eso deja de llamar la atención que en el telón de fondo de la tarima donde acaba de darnos su última perorata, aparecieran la Hoz y el Martillo, un cliché tan desacreditado que ahora se lo llama la hez y el rastrillo.
Siempre se olvida que democracia implica un territorio del pueblo, la polis, el ágora donde a cada quien se le concede la palabra -Ia Isegoría- miles de indígenas o campesinos embutidos en buses durante largas horas de viaje y abandonados en la Plaza de Bolívar donde hacen sus necesidades y pierden su dignidad, ya no pueden ser considerados como pueblo que siempre es un proyecto a construir al pisotear un espacio que nació no para la guachafita, si no para celebrar cívicamente la Democracia, el gobierno de todo.


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