
Por Carlos Alberto Ospina M.
Sin reparar, la agresividad se ha convertido en la regla, en lugar de la excepción. Este fenómeno permea los distintos estratos socioeconómicos y la mayoría de los espacios públicos a manera de prueba de temeraria que comienza en el transporte público, la fila en el supermercado, las reuniones familiares y las redes sociales que hacen alarde de hostilidad e intransigencia.
En términos comparativos, el enojo parece seguir una secuencia de ADN representada en violencia verbal, psicológica y física. Tropezarse con los pies de alguien o rozar con la mochila el hombro de un transeúnte apurado, suscita el desprecio del ofendido al mismo tiempo que produce una cascada de injurias que recorren el inexistente árbol genealógico. Unos cuantos andan como perros de caza después de varios días de ayuno.
La frase de antaño “se acabaron los cabellos” tiene algo de real, y un ingrediente adicional que raya con los mecanismos de prevención y de espacio personal. En algunos casos el acto sincero de ceder el puesto en el bus es considerado a semejanza de acoso, subordinación o dominio de un extraño que, quizá, solo actuaba con base en los patrones de cortesía y de consideración enseñados en su familia. También es válida una respuesta instintiva frente a la inseguridad y las diferentes formas de sometimiento que experimentan ciertas víctimas, lo que lleva a adoptar una posición de desconfianza y defensa de la propia integridad. Así fue como la espontaneidad tomó para sí la cubierta de la indiferencia.
La mezcla de vicisitudes de naturaleza contraria acelera la fabricación de trincheras dentro del campo de batalla urbano y rural donde el diablo abraza el egoísmo, la incultura y la impaciencia a modo de juguetona flama. Cualquier rincón es un terreno para indignar la palabra, aligerar las frustraciones a expensa de otros, amenazar, golpear y ultrajar a quien le duele.
La belicosidad en la vía, los bocinazos y el desafío rabioso del motociclista que se siente con el derecho de violar las directrices de tránsito, ilustran lo poco que importa el bienestar común. Cada cual se manifiesta conforme a su origen y crianza. A igual altura están peatones, ciclistas y conductores que caen en el pozo de los comportamientos temerarios, los antivalores y la incivilidad a riesgo de poner en juego sus vidas.
La falta de educación, el irrespeto a las normas básicas y la escasa empatía plantean un reto de marca mayor para la convivencia fácil. Los sentidos corporales reciben un golpe fuerte a causa de las discusiones por cuestiones triviales, los comentarios desobligantes, los insultos lanzados sin pudor y las miradas de desprecio hacia quienes no cumplen con controvertibles estándares estéticos.
En la actualidad expresar cortesía, dar las gracias, pedir permiso o decir ‘por favor’ son gestos excepcionales percibidos como debilidad. Es difícil encontrar un hábito general para defender el patrimonio cultural material de la ciudad, el sistema aseo, el equipamiento urbano, los monumentos y los parques que son vandalizados. La tendencia creciente apunta al individualismo, la discriminación y la incapacidad de tolerar las ideas de los demás. Las buenas costumbres fueron enterradas en el olvido.
A la vista de todos está la solución. Hay que atravesar razones en el alma de la familia, las empresas, los grupos significativos de ciudadanos, las instituciones educativas privadas y gubernamentales; en resumidas cuentas, ajustar las conductas a fin de construir una coexistencia pacífica y amable… En libertad y fuera de peligro.
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