14 octubre, 2025

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Siempre que yo voy a un baile… tirando paso en el barrio: el apogeo del chucu chucu

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Por Emilio Alberto Restrepo*

Revista Cronoscopio

«Justo así pasó, lo juro, yo estuve ahí».
(Tomado de una entrada cualquiera de Twitter)

* * *

Todos los momentos que recuerdo en mi formación
de niño, adolescente y adulto joven de ciudad
tienen de fondo una canción. Era el paisaje sonoro
de mi trajinar por el barrio, la cuadra, la esquina…
Quiero, necesito hacer una relatoría
que recupere unas memorias desde lo emocional,
desde mi punto de vista y oído… 

El chucu chucu era el terreno neutro en donde todos nos encontrábamos, era fusión de ritmos y camaraderías, era armonía y relajación. Era conciliación, divertimento, distensión sin mayores aspavientos. El chucu chucu nos igualaba porque en torno a él confluían todas las corrientes de pensamiento, sentimiento y afinidad musical, sin que hubiera conflicto o confrontación. Era un terreno de aceptación en donde nadie se exponía a vulnerar sus principios, posturas o gustos.

En las fiestas de diciembre o las celebraciones convocadas en el barrio, el rockero seguía siendo rockero, pero lo bailaba sin avergonzarse, sentía que tenía licencia, sin ceder a sus convicciones. El salsero podía buscar su pareja para bailar sin tener que demostrar que dominaba las coreografías, o el virtuosismo que se veía forzado a demostrar cuando acometía con su cuerpo algunas de las descargas del baile salsero. Para bailar salsa había que ser una especie de «chacho de la cuadra», era muy excluyente, no era para todo el mundo. Al contrario, eran pocos los que bailaban bien una descarga salsosa, «azotando baldosa», sin hacer el ridículo. Pocas muchachas tenían la osadía de dejarse sacar por un «wuatusi» salsero[1], porque sabían que posiblemente quedarían mal y los demás se podrían burlar, entonces el guapetón de turno prefería bailar solo, a sabiendas de que iba a generar admiración y envidia y le iban a hacer corrillo. En el chucu chucu no hay que demostrar nada, los dos brazos como remos, pa’delante y para atrás, y los pies raspando el suelo, van haciendo chiquichá… la simpleza y el facilismo es la norma, Te vo’ a explicar… eh… un paso atrás, un paso adelante… te vo’ a explicar… eh… Cómo se tiene que bailar… y todo mundo se siente virtuoso, pues su coreografía simple y minimalista iguala a todos los que salen a rayar baldosaSe busca una compañera, que se quiera zarandear, que sea gorda, que sea flaca, eso no debe importar… Nada tan bien explicado como lo hace Hernán Rojas en su célebre canción El Cuartetazo, tema insigne del chucu chucu que nunca ha perdido vigencia. COROS: Chiqui chiqui – chiqui chiqui – chiqui chiqui – chiquichá,. Sigan con la boca entreabierta o la lengua contra los dientes… Chiqui chiqui – chiqui chiqui – chiqui chiqui – chiquichá. Esa es la clave, de ahí sale el chucu chucu, ese sonido taladrando Chiqui chiqui – chiqui chiqui – chiqui chiqui – chiquichá…

Y lo refrendaba la Sonora dinamita Que mi novia sí sabe, Cómo se baila la cumbia…Y al sonar los tambores, si no la invito, me invita ella… Y como enamorados, Yo la voy apretando… en esa otra maravilla, Me voy acomodando para bailar todo el tiempo así… toda una declaración de principios ¡Upa!, ¡Baila!… con asuntos técnicos del baile, ¡Vuelve y llévame!… que era La Suavecita:

Ella, que es bailadora, Ay, de la cumbia, señora
            Me dice que me adora, pero apreta’o no se baila cumbia
                        Se me suelta y se aparta
Se agarra su pollera
           Y al menear su cadera, sonriendo, altanera, me dice: «baila, baila»
            Báilamela suavecita

            Mírame, sígueme, acósame
Que la cumbia sabrosita, se la baila sueltecita y abriendo los brazos
            Báilamela suavecita
            Mírame, sígueme, acósame
Que la cumbia sabrosita, se la baila sueltecita y abriendo los brazos

Como se ve, es para bailar en pareja, con una coquetería tranquila que no trata de emular la cópula como el reguetón, ni a la gimnasia olímpica como el disco o el break dance. Estos ritmos los bailaba el profe, el cura, el viejo, el joven, el político, la visita estirada, el rico, el pobre. Como en esa melodía tan pegajosa de la SaporritaSiempre que yo voy a un baile, me busco una saporritaSiempre que yo voy a un baile, yo me busco una gordita. Para reponer la entrada, bailo la noche enterita.

Cada frase y cada nota invitan al baile, al movimiento acompasado de hombros y caderas, imposible quedarse quietos o sentados. Déjenme bailar feliz, Mientras que me divierto con la gordita… Déjenme bailar feliz, Pero que venga la saporrita… Todos se rendían a su encanto, aunque no les interesara como propuesta musical y nunca la escucharan en sus ratos de disfrute, como sí se hacía con la balada, el bolero, el tango, la ranchera o la música clásica. Son pasos sencillos y predecibles, muy de vez en cuando alguna vuelta o un cambio de pasos, nada exhibicionista ni parafernálico. Déjenme entrar, bailar y gozar, Bailando nos veo que ya voy pegao, Si tocan un porro yo no me despego, Me gusta bailar yo soy quien la llevo

No tenía el compromiso amacizado del bolero, ni la dificultad coreográfica del tango, ni el ceremonial estirado del vals. Con estos ritmos, casi todos los muchachos del barrio aprendimos a bailar de manos de las hermanas mayores o de la infaltable tía cómplice y alcahueta o la muchacha soltera entrada en años de la cuadra que no se perdía la movida de un catre y figuraba en todos los eventos, desde trasteos hasta novenas decembrinas, pasando por entierros y convalecencias hospitalarias. Sabían de todo y opinaban de lo que fuera, se acomedían para todo tipo de actividades y eran parte del paisaje de la vecindad. En los bailes también estaban, por supuesto, y cuando no las sacaban a bailar, no se preocupaban por pareja: sin complejos, tenían la iniciativa de invitar a los tímidos o se sacaban entre ellas, mientras se tomaban un guaro doble y proferían unos griticos que nunca se le escuchaban a otro tipo de personas. Hace parte de su ADN y son inimitables. Y fueron fundamentales para el proceso iniciático del baile de garaje con chucu chucu. En esta onda bailadora, nadie le hace corrillo a nadie, a menos de que se trate de la celebración de una boda, o un compromiso de novios, o que se haga el ritual infame del «trencito», en el cual se hace una larga fila que da vueltas en todo el salón en que se celebra la rumba, mientras se aplaude. ¡Oso antediluviano que muchos no pudimos superar!

Nunca se me olvida la pinta de Juan Carlos Kiss, que pasó de ser metalero a punkero, se rapó por los laterales y se dejó en la cabeza una cresta gigante, pulida cuatro veces al día con una mezcla de engrudo y jabón Rey, de pelo color azul y rojo, con aretes en la nariz, las cejas y los párpados, con pantalones estrechísimos bota de tubo, correa de clavos y chaqueta sin mangas con estoperoles, usando botas de más de 5 centímetros de elevación; en fin, un esperpento contrahecho y retraído que en su vida diaria ni saludaba, con los ojos rojos a toda hora y que en las rumbas de diciembre se metía a las casas sin decir una palabra y bailaba una tanda de canciones, hasta mosaicos largos del Cuarteto Imperial, sin opinar, sin maldecir y apurando en las fiestas algunos tragos de aguardiente, aunque lo que tomaba en sus parches eran largos tragos de «cocol» o «chamber» a pico de botella[2]. Era de las pocas veces que lo veíamos sonreír, a pesar de que lo conocíamos de toda la vida. Lo que si no le permitimos fue que se quitara las botas, decía él que para estar más cómodo, pues estaba lleno de callos, además de la pretendida buena intención de no ir a pisar a nadie y provocarle una fractura. Pero conociendo sus antecedentes del olor putrefacto que emanaba de sus jarretes verdosos reblandecidos por la lama y sus garfios de uñas de gavilán ovejero, consideramos que no era una buena idea. Sufría de una especie de enfermedad terminal, una «pecueca trepadora» de esas que solo se curan con la amputación, peores que la gangrena. Él lo supo entender y lo aceptó sin poner problema. Así como llegaba se iba, pero se daba su buen sollis de música bailable en un espacio neutro en donde nadie lo juzgaba ni lo rechazaba, como le ocurría en lo que era su día a día. Esos son los milagros no estudiados por el Vaticano sobre el chucu-chucu.

A veces, no falta el lucido que se la crea que está marcando tendencia, que se figure que todos lo miran, que sus pasos hacen sentir minusválidos a los que no tienen su quiebre de cintura, que se sienta un trompo, el mejor bailarín de la plaza. Eso ocurre después del quinto trago y es una práctica inofensiva, si acaso un tanto aparatosa en su vanidad esquinera. Después, para disimular la ebriedad y cuando se le sale el galán de vereda que lo habita, trata de abrazar a la pareja para «brillar hebilla» o para «bluyinear», pero si la compañera no está interesada le aplica la «máquina de codo», que es una estrategia infranqueable para evitar los hostigamientos confianzudos y los acercamientos empalagosos no consentidos.

Hoy en día, habiéndose perdido la costumbre del baile casero de sábados por la noche, los amantes del género se reúnen para bailar en maratones de chucu chucu que se conocen como «viejotecas», recreando los temas antiguos grabados entre los años sesenta y noventa. En realidad no hay temas nuevos, porque ya no se componen, no hay estrenos, porque el chucu chucu es una especie de hallazgo arqueológico que presenta lo mejor de una época que ya no existe, que no tiene vigencia en la modernidad y que hace parte de un circuito de nostalgia de mayores de cincuenta años. Las orquestas actuales no proponen canciones innovadoras, se contentan con tocar de manera fiel los viejos temas que hicieron historia y el tracklist es calcado en cada presentación. Temas probados que se sabe van a calar bien en los pies de los bailadores aficionados.

A diferencia de la salsa que se basa en corales repetitivas y descargas virtuosas, o del rock que para la época era dominado por el anglo, las letras del chucu chucu podían ser poéticas, simpáticas y casi todas armónicas. Eran bien rimadas, se aprendían fácil y eran muy pegajosas; «caca de perro», le decían algunos guasones, porque a uno se le quedaba una melodía girando en el cerebro y tarareando en la boca todo el día, de la misma forma como el excremento canino se pega del zapato y es difícil erradicarlo y menos aún el olor. Así era este ritmo: pegajoso y repetitivo (y no siempre bien-oliente, por las cercanías sudorosas y en ocasiones halitósicas o etílico-fritangueras).

El chucu chucu su máxima efervescencia en las fiestas decembrinas. En navidad y en los bailes no se escuchaba rock ni salsa y muy raramente un vallenato, aunque después este tendría un gran auge. El chucu chucu era omnipresente, una amalgama de ritmos caribeños que combinaba cumbia, porro, merengue, con toques de paseo, para terminar en unas armonías de estrofas y coro, una duración promedio de tres minutos, en una base de percusión, trompetas, bajo eléctrico y a veces piano y guitarras. Y coristas en tripleta, haciendo unas coreografías mecánicas y repetitivas.

Su nombre se deriva de la onomatopeya que produce la boca al tratar de seguir el ritmo del bajo y la percusión y el roce de los zapatos contra la baldosa, que era casi igual para todas las canciones. Se tararea con la lengua contra los dientes, cerrando un poco los labios, como una especie de sonido de reloj mucho más rápido, o un sonido taquicárdico a mil por hora; eso aplicaba para casi todas las melodías. Y en esa repetición está la clave de su encanto. Encarna lo fundamental, el ritmo de la vida, el ritmo cardíaco, y por eso se nos adhiere y lo incorporamos como algo natural igual que respirar o traspirar. Nada que ver con la descarga de la salsa, que implica una elaboración o con el sonsonete del vallenato, que está en otra dimensión, respetable, pero diferente. En este género, no hay espacio para improvisar. Normalmente dos estrofas, un coro, otras dos estrofas y un coro repetido para rematar. Y así funciona, chucu chucu, chucu chucu, chucu chucu…

Música hecha para bailar en pareja; a diferencia de la salsa, que a pesar de ser acometida en pares, privilegiaba al solista virtuoso; no se exaltaba al mejor dotado, generalmente todos asumían el baile de manera eficiente sin tener que ser un acróbata de la baldosa. Nadie se creía mejor que nadie, todos podían bailar tranquilos, pues no se estaba en plan de mostrar sus dotes de danzarín. Se trataba de pasar un momento grato con la familia y amigos o con la media naranja. Había que ser gringo de la América profunda, o europeo de la cortina de hierro para no cogerle el ritmo a esta música tropical, que antes que tomarse las discotecas, se molía en las casas de familia, en los bailes que se armaban los fines de semana como una propuesta de unión familiar, amistad barrial o camaradería con la gente del trabajo, usualmente acompañada de licor y pasabocas conseguidos en convite comunal o «vaca» que es el aporte de cada uno, cuota puesta de manera proporcional para pagar entre todos los gastos. En estos bailes de barrio no había que conversar mucho, solo se iba a bailar por bailar en un ambiente festivo y relajado, que usualmente se disolvía alrededor de la medianoche, cada uno para su casita hasta el baile de la próxima semana en la casa de otro vecino.

En ocasiones el baile salía de la sala de la casa o de la terraza y se tomaba las calles. Era cuando se unían los vecinos, cerraban la cuadra, se abrían puertas y ventanas, se sacaba un equipo de sonido y se armaba la francachela barrial. Usualmente era en las fiestas de diciembre: las velitas el 7, los aguinaldos del 16, el 24, o el fin de año el 31. Se armaba convite entre los vecinos y se hacía natilla y buñuelos, o se mataba y fritaba marrano, se elevaban globos y se tiraba pólvora en cantidades bélicas. Al otro día se hacía un sancocho en olla gigante o de presidio, para la resaca o «calmar guayabo» y se continuaba el baile en la calle, casi siempre al ritmo del chucu chucu. Hoy esas prácticas han sido relegadas y persisten solo en barrios muy populares o bajo el mando de bandas que imponen sus propias leyes, pues los animalistas y la Ley no permiten matar animales en sitios públicos, hacer comida en la calle está prohibido por el uso de candela no controlada, quemar pólvora es un delito, la norma penaliza el ruido o cerrar las calles sin el permiso de la autoridad. Solo ahora, en tiempos de lo políticamente correcto, es que entendemos el impacto social de las rutinas que fueron tan habituales de nuestra juventud en los años setenta a ochenta. Éramos un poco (mucho) salvajes e incorrectos, pero era lo que se usaba, no era con mala voluntad, era el espíritu de la época, siempre con la cortina sonora del chucu chucu.

Uno de los insumos más importantes era el disco 14 cañonazos bailables, de Discos Fuentes de Medellín, que era normalmente el más vendido de la temporada; consolidaba en una sola colección los mejores éxitos de todo el año de la música bailable y era el que marcaba la línea de los hits que triunfaban en Navidad. Era puro ritmo tropical colombiano y venezolano, muy rara vez se colaba un tema de salsa o un vallenato y excepcionalmente un tema fusión, más bien burlesco, como el famosísimo Very Very Well, cantado por Carlos Román[3]Hello mister smoking too?, Oh, what′s she drinking? Old Whisky? o dance rumba, o rock and roll, Or the Colombian Merecumbé…? que era una parodia del rock and roll con acordeón que terminó siendo un éxito monumental e intemporal, pues lo que inicialmente fue un divertimento en un spanglish criollo, You like baby, you like baby, You like woman, you like woman… que resultó ser una canción que hacía bailar de forma risueña y gozona a todas las parejas que sentían que se estaban inventando una especie de rock and roll vernáculo. La letra es indefinible y divertidísima: My good Friends, Very, very, very, very well!… Y todos la cantábamos de una forma diferente, como casi siempre ocurre cuando un colombiano mono–idiomático canta una canción en un supuesto inglés, con toques de dialecto apache, que termina siendo indescifrable e inentendible. Pongámosle atención a esta maravilla impagable del kitsch surrealista que debería aparecer en la antología de la música patafísica.

Los reyes del chucu chucu eran Gustavo Quintero[4], conocido como el «Loko», un artista completo, por derecho propio el rockstar tropical de los setenta; empezó con los Teen Agers, después con Los Hispanos para posteriormente consolidarse con Los Graduados. El hombre era todo un personaje, era divertidísimo, hacía morisquetas, maromas y muecas en el escenario, se ponía caretas, se contorsionaba, profería unos gritos inesperados, se ponía prótesis dentales, piropeaba a las muchachas bonitas y tenía una voz de excelente calidad. Hasta muy anciano amenizó parrandas y marcó con su ritmo toda una generación de bailarines.

Su antagonista natural, pero más para efectos publicitarios que se alimentaba de una pretendida rivalidad, era Rodolfo Aicardi[5], el gran «Ruidolfo», que empezó siendo promocionado cómo baladista melódico y que sus promotores pretendían que fuera el «Raphael colombiano», algo que distó mucho de conseguir, aunque tuvo buena aceptación en las heladerías[6] de los pueblos. Su verdadera dimensión como artista la logró con Los Hispanos y con la Típica RA 7 donde imponía varios éxitos cada año, que incluso fueron cantados y celebrados en Europa, como La colegiala, Tabaco y ron y Daniela, y muchos más, que han sido multi versionados por todas las orquestas del género. Aicardi tenía mucho carisma, una voz nasal de gran entonación y emitía unos sonidos guturales con ladridos de perro que lo hicieron muy característico.

Otro grupo que también cosechó muchos éxitos fue El Combo de las estrellas, muy apetecido en los bailes y muy sonados en la radio, sobre todo en su primera época, cuando tenían las composiciones de Gildardo Montoya y la gran voz del cantante Jairo Paternina, quien murió muy joven en circunstancias violentas, al parecer asesinado por enredos con el crimen organizado en la mitad de una presentación artística en un estadero de la ciudad. Otros que tuvieron mucho éxito fueron los artistas que se derivaron del grupo costeño Los Corraleros de Majagual, de donde emergieron grandes representantes de la música tropical como Alfredo Gutiérrez, Lisandro Mesa, Julio Erazo, Calixto Ochoa, Armando Hernández y hasta Julio Estrada «Fruko»[7], que dominaron durante muchas décadas la música bailable, pero con énfasis en el paseo, la guaracha, la cumbia y el vallenato. Aunque fundida en muchas ocasiones de chucu chucu, era más costeña que interiorana [sic], pero marcaron favoritismo durante muchos años.

Todos fueron grandes artistas, pero capítulo especial merece «Fruko», toda una personalidad de la música, activo desde su adolescencia y que marcó tendencia no solo en la salsa, en el cual fue uno de los más grandes, atento al descubrimiento de talentos (Joe Arroyo, Juan Carlos Coronel, Wilson Saoko, Piper Pimienta y muchos más) también como promotor, arreglista, director. No es exagerado decir que además de gigante de la salsa (El preso, El son del tren, Tania, Los Charcos, Manyoma, El caminante y cientos de grandes canciones), mucha de la mejor música tropical de las décadas del sesenta hasta los noventa pasó por su lado y se nutrió de su influencia. Era tan desbordado que para canalizar su talento manejaba varios grupos al mismo tiempo, todos con canciones en las listas de éxito, como The Latin Brothers, Los Bestiales, Los líderes, Afrosound, Piano Negro, la Sonora Dinamita, Wanda Kenia, Banda la Bocana, Los Nemus del Pacífico (con Alexis Lozano), La típica RA7, La Integración con Gabriel Romero y otras. Es conocido por su gran olfato musical, sus acertados arreglos, su carisma que lo convierte en un personaje de gran impacto popular y, según sus detractores, en el portador del peluquín más feo de la historia de la música en todas las épocas.

Los venezolanos también tuvieron mucho impacto y eran máquinas de éxitos, pues cada año pegaban canciones de alta popularidad, muy rítmicas y con acompañamientos musicales de orquestas poderosas. Aquí se destacan Los Melódicos, la Billo´s Caracas Boys, Los Blanco, el indio Pastor López y las orquestas de Nelson Henríquez y Nelson González (Nelson y sus estrellas).

Hay muchísimos más artistas que contribuyeron cada año con la música decembrina que fue la banda sonora de nuestros barrios. Aunque algunas de ellas tuvieron 2 o 3 éxitos, aún se siguen escuchando; llama la atención que la gente se sabe sus letras y tararea sus coros como si nunca hubieran dejado de escucharla, aunque pasen varios años sin hacerlo. De los antes mencionados es notable que tienen carpetas enormes nutridas de grandes éxitos y a cualquiera de ellos uno les cuenta 20 o 30 o hasta más canciones que hicieron bailar a varias generaciones de colombianos. En YouTube y en Spotify nos podemos dar un banquete de nostalgia y rendirles el mejor homenaje que bien se merecen: rayar baldosa, tirando paso con sus maravillosas canciones.

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*Emilio Alberto Restrepo. Médico, especialista en Ginecoobstetricia y en Laparoscopia ginecológica (UPB, UdeA, CES, respectivamente). Profesor, conferencista de su especialidad. Autor de cerca de veinte artículos médicos. Ha sido colaborador de los periódicos La Hoja, Cambio, El Mundo, Momento Médico, Universocentro, Revista Cronopio, Laterales Magazine y Ficción la Revista. Ha publicado novelas, colecciones de cuentos, libros de pedagogía y ensayo literario. Ganador y finalista en concursos de poesía, cuanto y novela. Autor de cerca de 25 libros. En su producción se destacan novelas de asuntos médicos y hospitalarios, novelas y cuentos de género negro y temática urbana, libros infantiles, pedagógicos y de ensayo literario. Con la Editorial UPB ha publicado, desde 2015, seis novelas de su personaje, el detective Joaquín Tornado. Sus últimos libros, la colección de cuentos «Un hombre solo y mal acompañado» y la novela «Medicina bajo sospecha», con editorial CES.