20 septiembre, 2025

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Ser antioqueño y ser paisa: dos realidades distintas

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Gloria Montoya

Por Gloria Montoya Mejía 

Desde que descubrí la diferencia entre ser antioqueño y ser paisa, comprendí que es un acto de justicia detenerse a entender con profundidad el tema. Reconocer la diversidad cultural —ancestral, indígena y mestiza— que habita en esta tierra permite que emerja un enriquecimiento invaluable. Porque no todos los antioqueños son iguales, ni todas sus historias se cuentan con la misma voz. Por eso sigo estudiando y escribiendo sobre este asunto: para que la claridad ilumine y dé valor a la riqueza de orígenes que componen nuestro ser colectivo.

Ser antioqueño: una pertenencia territorial

Ser antioqueño, en apariencia, parece sencillo: basta con nacer en el departamento de Antioquia. No existe allí condición racial ni cultural específica que lo determine. El mapa de Antioquia explica quiénes son antioqueños, pero es la historia cultural la que explica quiénes son paisas. Unos se definen por el territorio; los otros, por la identidad.

Antioquia es un mosaico de pueblos y culturas. Entre ellos, los paisas se reconocen con facilidad: un grupo con sello inconfundible, capaz de mantener sus costumbres y proyectar su carácter colectivo en cualquier geografía.

¿Por qué ser antioqueño no es lo mismo que ser paisa?: dentro del mapa de nuestro departamento conviven comunidades afrodescendientes, pueblos nativos prehispánicos, mestizos fruto de la integración colonial y, según algunas investigaciones, descendientes de antiguas diásporas israelitas, un tema aún poco explorado.

Comprender lo que significa ser antioqueño exige más que una definición geográfica: requiere desplegar un mapa de Antioquia y recorrer con la memoria la historia de sus límites. Antioquia no siempre fue lo que hoy conocemos: su territorio se expandió y se contrajo a lo largo de los siglos, integrando unas regiones y perdiendo otras, en un proceso que moldeó tanto su geografía como la identidad de quienes lo habitan.

En 1541, el capitán Jorge Robledo fundó Santa Fe de Antioquia, que en 1546 se convirtió en capital de la provincia. Ese primer núcleo territorial se limitaba al Occidente antioqueño, cerca del valle del río Cauca. Con el tiempo, la provincia fue incorporando nuevos espacios: el Oriente, el Suroeste, el Nordeste y finalmente el Urabá, que durante siglos dependieron de otras gobernaciones como Cartagena, Mariquita o Popayán.

El gran impulsor de la expansión fue Gaspar de Rodas, primer gobernador titular en 1576, quien extendió los límites hacia el Norte y el centro montañoso. Durante los siglos XVII y XVIII, Antioquia se consolidó con nuevos pueblos en cordilleras y valles.

En el siglo XIX, con la colonización antioqueña, el territorio paisa se extendió hacia el sur, poblando lo que hoy conocemos como el Viejo Caldas y alcanzando incluso zonas del Valle del Cauca, occidente del Tolima, Tanto así, que Antioquia llegó a ser un estado federal dentro de la Gran Colombia, abarcando los actuales departamentos de Caldas, Risaralda y Quindío. Sin embargo, en 1905, con la creación de Caldas, ese gran territorio se redujo, y décadas después, Risaralda y Quindío se separaron también.

Hoy, Antioquia cuenta con 63.612 km², 125 municipios y 9 subregiones, reflejo de una historia de anexiones y desprendimientos. En su seno habitan grupos culturales diversos: afrodescendientes en el Urabá, comunidades indígenas en el Magdalena Medio, mestizos en el Occidente e israelitas en el Oriente, Norte, Valle de Aburrá y Suroeste.

En conclusión, ser antioqueño es nacer en un territorio definido por límites geográficos que, a lo largo de la historia, han cambiado una y otra vez: unas veces incorporando poblaciones foráneas que pasaron a reconocerse como antioqueños, y otras expulsando a quienes, como los del Viejo Caldas, dejaron de pertenecer a esta tierra pese a llevarla en su raíz cultural.

Muy distinto es ser paisa, pues son un grupo portador de una cultura arraigada. Esta condición no se define por el lugar de nacimiento, sino por una forma particular de ser que, arraigada en la cordillera de los Andes, se convirtió en una identidad fuerte y diferenciadora.

El historiador Luis Duque Gómez, en el prólogo al libro Los judíos en la historia de Colombia de Daniel Mesa Bernal, se preguntaba si los paisas descendían de judíos, vascos, moriscos o gitanos. Aunque las hipótesis abundan, la clave no está en la biología ni en la “raza”, sino en la transmisión cultural, familiar y social.

La UNESCO, en 1951, ya lo había señalado: lo que cohesiona a un pueblo no son los genes, sino los valores, la memoria y las costumbres. Y en el caso paisa, lo que se heredó fue un modo de ser y de hacer: disciplina en el trabajo, creatividad para emprender, orgullo regionalista y solidaridad comunitaria. Una forma de vida que algunos estudios comparan con el proceso educativo del pueblo de Israel en el Éxodo, cuando durante 40 años en el desierto se transmitieron valores y normas que forjaron identidad.

El investigador Daniel Mesa Bernal encontró paralelismos entre los paisas y los judíos conversos dispersos por el mundo: religiosidad intensa, memoria de nombres bíblicos, unidad familiar fuerte, espíritu comercial, movilidad geográfica, apego al tiempo y orgullo regional.

A ello se suman costumbres muy propias que marcaron el carácter paisa:

  • Familias numerosas, base del tejido social, donde cada hijo era fuerza de trabajo y continuidad de la tradición.
  • Aversión al solterón y presión por formalizar matrimonios, pues la vida en comunidad valoraba la familia como núcleo vital.
  • La arepa plana, hecha a la usanza del pan ácimo, sustento diario y símbolo de identidad.
  • La parva, alimento compartido en la mesa, compañía sencilla y neutra en cada encuentro.
  • El préstamo y la confianza mutua, que dieron origen a un temprano sistema de cooperación económica.
  • La hospitalidad hacia el extranjero, entendida como honra de la casa.
  • Rituales cuidadosos para los difuntos y atención especial a las viudas, expresión de un profundo sentido comunitario.
  • Compulsión por el trabajo, considerado no solo medio de subsistencia, sino virtud y destino.

Incluso en el traje típico paisa, plasmado magistralmente en el cuadro Horizontes de Francisco Antonio Cano, hay símbolos materiales que evocan coincidencias culturales:

  • El poncho paisa y el talit judío, tejidos con hilos azules como signos de identidad.
  • El perrero y los tefilín, correas de cuero que atan oficio y fe.
  • Las alpargatas y las sandalias bíblicas, calzado austero para caminos difíciles.
  • El sombrero paisa y la kipá, coberturas de dignidad y trascendencia.
  • El carriel y la mezuzá, cofres de memoria que guardan lo esencial.
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Por tanto, ser paisa es pertenecer a un grupo cultural con identidad propia, nacido en el oriente, en algunos municipios del occidente y del centro montañoso de Antioquia, así como en el norte, el Valle de Aburrá y el suroeste, que luego, a través de la colonización antioqueña, se expandió hacia el Eje Cafetero.
Es una condición cultural y espiritual que trasciende fronteras: un paisa puede ser antioqueño, caldense, risaraldense, quindiano, valluno, santandereano, tolimense o emigrante en cualquier lugar del mundo, siempre que lleve en su esencia esa forma particular de ser y de hacer que lo vincula con Dios de un modo sin igual.

Así, mientras exista una familia reunida en torno al fogón, una parva compartida en la mesa, un montañerito paisa trinando en la ladera y un arriero que siga su camino con sombrero y poncho, ser paisa seguirá siendo una identidad viva, orgullosa y eterna.