
Por Oscar Domínguez G.
Cualquier coyuntura es buena para recordar el día que en Montebello, mi pueblo, “eran las cinco en punto de la tarde”. No toreaba Ignacio Sánchez Mejías, inmortalizado por García Lorca, sino un tal Rafaelillo de Triana, joder.
Hasta cuando apareció el personaje, en el Montebello de los años cuarenta, el novillo se servía en bisté, sancocho, carne en polvo, morrillo, sobrebarriga.
Tan pronto llegó pisando y hablando duro con falso sonsonete español, el forastero alborotó la ingenua cotidianidad de la parroquia hablando de hacer una corrida.
¿Que no hay plaza de toros? Tranquilidad en los tendidos. Había abundante guadua en El Caunzal, de propiedad de don Perucho Calle.
Para la construcción de la plaza el improvisado arquitecto reclutó niños como Conrado Domínguez Hernández y Salvador Domínguez Restrepo, mis parietes ilustres y fuentes principales para escribir estas líneas.
El primero, primo de este aplastateclas, fue gerente estrella de Fuentes en la época de oro de la disquera, y el segundo, es un artesano-artista que talla vacas tan perfectas que casi dan leche, según el investigador musical Gustavo Escobar Vélez.
La nómina de “constructores” la completó el “español” colega de Cúchares con vagos que sacó de la cama con la promesa de una suculenta paga. Les encargó cortar la guadua y llevarla hasta un baldío en El Alto donde se construyó el improvisado coso. Pagaría con el producido de la corrida.
Mientras duró la obra, el advendizo, anticipo del célebre “embajador” de la India que tumbó a medio Neiva, vivió a costillas de mis paisanos.
En sus ratos de ocio, Rafaelillo comía aquí, dormía allá, prestaba plata acullá, embarazaba donde le daban tiro.
Durante treinta días la comidilla en el pueblo fue la bendita corrida. A nadie le preocupó que los toros de Montebello no fueran criados para emberracarse. Ninguno había hecho cursillo para toro bravo.
Otro ilustre tumbado, don Luis Franco, el carnicero, aportaría una de sus reses de gasto.
“A las cinco de la tarde” de aquel domingo había lleno hasta las banderas con el blancaje montebellense en el callejón. Rafaelillo hizo su entrada triunfal por la puerta de los sustos. “Usía” ordenó soltar el novillo ascendido a miura.
Ante tan abigarrada concurrencia el novillo se asustó. Era un remedo de semental, feo, tuerto, pusilánime, entelerido, rodillijuntopatiapartado como el presidente Trump, escéptico, tristón, flojo de remos, atembado y cojo. El astado decidió escapar.
En medio de la algarabía y el estupor del respetable, Rafaelillo aprovechó el caos para copiarse del toro. Y los que se abren.
Si García Lorca le gastó extenso poema a Sánchez Mejías, del hechizo mataor quedaron versos como este de Alirio Domínguez: “… y don Serafín Domínguez, clavos y alambres le fio, y esperando la corrida, don Serafín se quedó”.
Pero hubo fiesta en los tendidos. Así deberían ser las corridas del futuro, sin toro y sin torero. Dejó la inquietud.

Pie de Foto:Toro haciendo cursillo para bravo (regalo del maestro Pablo Jaramillo a este aplastateclas)
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