
Por Oscar Domínguez G.
Las calculadoras de bolsillo y yerbas electrónicas afines enviaron al cuarto del reblujo (suena más rico que el tal rebrujo) las viejas libretas de tienda en la que quedaba consignada la historia gastronómica y económica de los vecinos de la cuadra.
Eran un homenaje permanente a la honradez de las partes: el tendero – biógrafo del barrio – y su cliente. Lo que se apuntaba era lo que se cobraba. Así de simple.
A veces, las libretas se quedaban en la misma tienda. Nunca se le ocurriría al dueño del chuzo apuntar media libra de chocolate más. O echar chuzo en los frisoles o el arroz. Hoy se paga con tarjeta de crédito o a través del famoso código QR. Apenas su usa el vil metal. Nada de cuadro en la pared con letreritos de este corte: Yo vendí a crédito. Yo vendí de contado. El que fía se fue a cobrar.
Y a la «bisconversa»: a nadie en la casa, donde también podía quedar la libreta, en nicho especial, se le ocurriría alterar la cuenta, borrando algún precio por más que esa pequeña historia se escribiera con lápiz. Las cuentas se pagaban cada quince días.
Si por algún traspiés del azar no se podía cubrir en el lapso indicado, el crédito se prorrogaba automáticamente sin intereses, y sin mala cara por parte del prominente proveedor, o tendero que llaman.
«Don Arracacho», le decíamos a un tendero nuestro que era algo así como el archivo de todo el barrio. Nada de lo humano de sus clientes le era extraño.
A la hora de pagar la cuenta, un lápiz toreado en infinidad de libretas y que andaba siempre colgado en la oreja derecha, venía en ayuda del tendero que sumaba las dos o tres columnas en menos que muere un estornudo.
No se equivocaba jamás en la suma. Era como si mentalmente, en el disco duro de su cabeza, fueran apuntando los distintos valores. Y a la hora de sumar, se llenara todo ese menú formado por pedidos de leche, panela, papas, cominos, arepas, quesito… y los convirtiera en plata.
Daban opción al cliente de que revisara la cuenta, como lo recomienda Bertold Brecht en un poema, pero pocos se sometían al bochorno de demorarse un semestre en una operación matemática que la contraparte hacía como bogando agua. Y dentro de los más estrictos cánones éticos.
Mandaba la palabra de gallero. Nada de “enriquecerse primero y honradecerse después”. La gente vivía a gusto con lo que tenía, nunca con lo que le hacía falta.
Mientras el tendero echaba cuentas, se daba cuenta de quién entraba, quién salía, escuchaba pedidos, se enteraba del último hijo que tuvo misiá Cosiánfira, o se informaba de que fulanita había viajado a Estados Unidos a hacerse operar de un rumor.
El libretólogo Pedro P. Posada, abogado ducho en incisos, recuerda que las benditas libretas era de marca Titán, Bedout, Voluntad, Bolivariano, Norma, Vulcano, Scribe, Modelo, Académico… Los lápices eran de marca Berol, Mirado, Prismacolor, Pentel, Eagle, Mongol, Bic, Lyra, Faber Castell, Pelikan…
Las libretas, como el amor del poema de Vinicius de Moraes, eran eternas mientras duraban. Se acababan de tanto almacenar datos caseros. Dime qué comes y te diré cómo vives, se podría concluir después de repasar en el espejo retrovisor de la memoria esos registros gastronómicos-biográficos. (Líneas sometidas a latonería y pintura).


Pies de fotos: 1. LA MÁS ANTIGUA Don Jorge Enrique Vallejo está al frente del granero El Central, situado en el parque principal de El Retiro, Antioquia, desde hace 108 años. La tienda más vieja del departamento podría tener sus días contados…
2. Pecas, la gata propietaria de El Central, recibe los mimos de un hincha del Poderoso DIM. Hace poco fue mordido por un «misero can» que emprendió la fuga como cualquier corrupto.
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