27 junio, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Recuerdos de un televidente precoz

Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez 

Sobre el mapa que representaba las 1000 millas cuadradas que ocupaba el rancho “La Ponderosa”, a la orilla del Lago Tahoe, en Nevada, aparecía un nombre imponente: “Bonanza”. En un instante el letrero se esfumaba tragado por el punto que ubicaba a Virginia City, a simple vista equidistante entre Reno y Carson City, y desde el cual el papel se quemaba para dar paso a la imagen de cuatro vaqueros, que se acercaban cabalgando al ritmo de una música inconfundible. Starring: los actores que representaban a Ben y sus hijos Adam, Hoss y Joe. 

Los Cartwright. 

Esa serie de televisión, que la cadena norteamericana NBC transmitió entre el 12 de septiembre de 1959 y el 16 de enero de 1973, es uno de los recuerdos que compiten para ocupar mi primera memoria de la televisión colombiana. La misma que el 13 de junio cumplió 70 años desde su inauguración en el gobierno del General Gustavo Rojas Pinilla, que había conocido y entendido el poder del medio en su visita a Berlín, en 1936. La empresa Telefunken de Alemania había fabricado en 1934 con tubos de rayos catódicos, el primer televisor totalmente electrónico. Los nombres de Fernando Gómez Agudelo y del ingeniero Joaquín Quijano Caballero (graduado en la Universidad Técnica de Berlín) brillan en la tropa responsable de la epopeya que fue echar a andar ese artilugio en un abrir y cerrar de ojos, y que la señal comenzara a recorrer en Manizales y sin desmayos, un territorio lanceado por tres cadenas de montañas. 

El lugar primero de mi mente se lo disputan con “Bonanza” el inolvidable programa de doña Gloria Valencia de Castaño “Cumpleaños Ramo” (cuya canción “feliz cumpleaños amiguitos” todavía se entona en los onomásticos y no ha sido traducida al reguetón) o ese divertimento dominical que era “Yo y Tú”, con los libretos de doña Alicia del Carpio y la actuación de un insuperable elenco de actores colombianos. Hasta 1979, cuando el color irrumpió en las pantallas, los programas todos eran en blanco y negro, recuerdo, comenzaban a las cinco de la tarde con un dibujo críptico llamado “Señal de planta”, se veían en unos armatostes trasatlánticos y se grababan directamente en los estudios, sin cintas de vídeo ni sortilegios digitales. 

Es mi hermana memoriosa quien me recuerda que pudimos comenzar a ver televisión en algún momento de 1964. Entonces mi mamá hizo el esfuerzo de comprar por cuotas a un señor de apellido Medrano, que los reparaba como un alquimista de fragmentos eléctricos, un aparatoso televisor Emerson de 23 pulgadas. Apoltronado en sus cuatro patas fue a morar al lado de la Radiola New Yorker, cuyo crédito, seguramente, había finiquitado con éxito. Yo tenía entonces siete años y ver ahí en la sala del apartamento céntrico 101 donde vivíamos en la Calle 23 No. 16 – 11 de Bogotá ese objeto del que brotaban imágenes con solo mover el botón ON, fue cómo cuando su padre lo llevó a conocer el hielo… 

Recuerdo nombres y programas, como si en mi cabeza se formara una tómbola similar a las que zangolotearían mucho tiempo después las balotas de lotería. Saco, marcados, “El show de Lucy”, “Lassie”, “Dimensión Desconocida”, “Los Picapiedra”, “El llanero solitario”, la familia más clarividente del futuro que he conocido y que trabajaba en “Los supersónicos”, a Simón Templa en “El Santo” (con el mexicano Carlos Rotzinger doblando al español la voz de Roger Moore), “El superagente 86” hablando por el zapatófono, “Hechizada” y “Mi bella genio”. Y las encantadoras familias Monster y Adams, que hoy serían diagnosticadas como disfuncionales y sometidas a terapia. Hay una cantidad importante de programas que no recuerdo, pero que en todo caso presentaba doña Gloria Valencia de Castaño. Todas las cremas dentales eran Colgate Palmolive, los electrodomésticos llevaban la marca Philips y Sears era el almacén más importante del mundo.  

Las telenovelas habían comenzado un año antes de que llegara el Emerson al apartamento –el arranque se lo disputan “En el nombre del amor” y “El 0597 está ocupado”. Pero al año de estar allí el aparato fantástico, recuerdo haber visto “Mil francos de recompensa” con la bellísima María Eugenia Dávila. Mi mente salta a los años subsiguientes y al nombre de “Destino: la ciudad”, de la que he escrito muchas veces –entre otras razones porque Álvaro Ruiz, su protagonista, nos visitaría deslumbrándonos al saber que era de carne y hueso (estuve varias horas indagando cómo había escapado de la caja luminosa), y porque gracias a él pude ir por primera vez a los estudios de Inravisión en la Calle 24 a ver cantar a Hervé Villard, que todavía está vivo y sigue interpretando “Capri c’est fini”. 

En el mismo caparazón de la memoria están “Casi un extraño”, “Dos rostros una vida” y “Candó” –con esa gran actriz y señora que es Judy Henríquez (para quien yo escribiría 20 años después los diálogos de “Galiana Barrancas”, en los libretos de “Calamar”), mi gran amigo Julio César Luna y no sé por qué se cuela en mi recuerdo algún personaje untado de betún o de ceniza para simular la negrura, aunque puede ser el sorprendente Ronald Ayazo en “La pezuña del diablo”. 

Tantos recuerdos: “Cartas a Beatriz”, “Viaje al pasado”, “La sombra de un pecado”, “Una vida para amarte”. Tanto talento, tantas personas tan importantes e inolvidables, sobre muchas de las cuales he escrito y con quienes tuve la fortuna de poder compartir muchos años después y con muchas de las cuales conservo no asiduas, pero sí valiosas amistades. 

También recuerdo al “Teletigre”. Cubría solamente a Bogotá y entre el 14 de enero de 1966 y el 2 de enero de 1971 fue el primer intento, digámoslo así, de un canal privado, adelantado a su tiempo y a la legislación, que terminó descabezando a esta empresa de Consuelo Salgar de Montejo. Voy ahora a precipitar a mis recuerdos algunos programas, que no sé por qué asocio al “Teletigre”, que se explayó en series extranjeras de impacto, creo que muchas de las cuales se habían transmitido en el Canal 7 o Cadena 1. Las metidas de pata que haga en esta mención del corazón bien me las puede corregir el barranquillero Fernando Sarmiento Ranauro, quien, creo, sabe hoy más que nadie de TV en Colombia, y cuyo libro “Historia de la TV colombiana” es un verdadero tesoro. 

Los Cartwright eran unos vaqueros peculiares, atendidos gastronómicamente en “La ponderosa” por un simpático cocinero chino llamado Hop Sing. Los tres hijos eran de diferentes madres, todas ellas fallecidas. Lo anterior determinaba que el patriarca de la familia se moviera entre dos polos: la atracción que despertaba en las damas por su aspecto y por su hermosa voz (el actor canadiense Lorne Greene, que representaba a Ben Cartwright, era un locutor notable a quien luego de ser reconocido como “La voz de Canadá”, su tono al narrar las noticias de la Segunda Guerra Mundial lo convirtió en “La voz del fin”) y el miedo que les daba de rápidamente pasar a ser la cuarta. “El llanero solitario” era más western y “Bat Masterson” no tenía comparación. Para entonces también estaban “Maverick” y creo que después llegó “El gran chaparral”. 

El humor lo copaban, para mi gusto, “Los Beverly Ricos”, “La isla de Guilligan”, “Gomer Pyle”, “Hechizada”, “Mi bella genio” y por supuesto, “El show de Lucy” y “El show de Dick Van Dycke”, con sus aplausos falsarios posteriormente conocidos como “aplausómetro”. En el campo del suspenso estaban “Los vengadores” y todos vivíamos enamorados de Emma Peel y con enormes ganas de robarle el paraguas al tipo ese que la acompañaba. “El ladrón”, con Robert Wagner, era imperdible, pero el clásico supremo que nunca se autodestruyó en cinco segundos y cuyo cometido aceptó siempre el señor Phelps es “Misión Imposible”. 

Y estaban los animales. Voy a hablar de los que recuerdo, pues creo que no había o no asoman a mi memoria los programas políticos. Estaban la mencionada “Lassie”, su rival de género “Rin Tin Tin”, “Flipper”, “Mr. Ed, el caballo que habla”, “Clarence” (el león bizco de “Daktari”), Chita y Tantor de “Tarzán”. Y todo el combo animado de Warner Bross y de Universal Studios, en donde confluían, entre otros, Bugs Bunny y sus amigos, Silvestre y Piolín, El pájaro loco y El Correcaminos, que no sé cuántas veces le dijo Bip Bip al Coyote, antes de que cayera por el precipicio de marras o le estallara el infalible taco de dinamita, eventos catastróficos que acabarían con cualquiera, pero que al bicho lo ponían intacto en la siguiente escena. 

Recuerdo particularmente a Kung Fu, “Alma de Acero” y a Robert Vaughn y David McCallum encarnando a los espías Napoleón Solo y a Illya Kuryakin en una serie titulada en inglés “A man from UNCLE”, que quedó “Mr. Solo”. Me llegan a la mente, también, “Perry Mason”, “Ironside”, “Ruta 66”, Hawai Colombia vs. Argentina 1993 y “Misterio por Hitchcock”, que, si no estoy mal, pasaban los lunes por la noche para que uno no pudiera despertarse el martes gracias a las pesadillas que el buen Alfred nos regalaba con sus historias. Ah, y “Los intocables”, en el que la voz suprema de Álvaro Mutis doblaba al español los textos del narrador. 

Y como apunto siempre que hago estos ejercicios de escritura que se basan en la enumeración, fueron más las personas y los hechos que me faltaron en esta forma breve y precipitada, sí, de rendir homenaje a la septuagenaria y grandiosa televisión colombiana.

Ojalá traiga a los lectores algún recuerdo de personajes y programas que la caja mágica depositó en sus corazones y de vez en cuando recobran vida en su memoria. La misma televisión que sigue cabalgando en pantallas OLED, aunque ya hace mucho tiempo haya terminado de sonar la música de los Cartwright, la misma que yo tarareaba galopando sobre el caballo alado de mi imaginación, porque los jinetes éramos cinco…