Las paradojas de la vida. En este momento que se habla del distanciamiento social para contener y prevenir la pandemia a causa del Covid19, unos avaros insensibles que han pasado la existencia evitando el contacto cercano con familiares, amigos, gente del común y por supuesto, escurriendo el bulto a su propia imagen; ahora pretenden deshacer los pasos sobre la tierra desmantelada de los afectos. Algunos en sincero acto de cordura, varios en busca de un refugio para la soledad y otros a manera de utilitarismo, dado que no les queda más remedio.
Sin rodeos, los discutibles egos descienden de las nubles, no en primera clase, tan solo en medio del vulgo que tanto les incomoda. El otrora aire de suficiencia, hoy en día maloliente, sabe al dedillo que la resonancia de su voz puede desaparecer en el tórax de los enfermos. Ya no se echan a reír de lo normal, puesto que la fragilidad e impotencia nos pone a todos en igual rango primitivo. La carta de arrepentimiento no contempla la vacuna contra sí mismo.
En presencia de la impotencia este espécimen bien definido siente más miedo que vergüenza y exige el derecho de amparo por encima de cualquiera. La enfermedad de la estupidez y la arrogancia cae de golpe a merced de los desairados. En esta época es cuando entiende que, su abierta resistencia a los demás, muestra la falta de sensibilidad moral. El destino de la humanidad no depende de la ley de la jungla, sin duda, estamos en manos de fuerzas ajenas con diferentes nombres, a lo mejor, mortales limitaciones y debilidades.
El don de la nobleza de espíritu no va al hilo del viento ni en contra de la razón. La errónea creencia que la humildad no se aprende impide mejor la vida a base de la compasión y la generosidad. El infeliz, de por sí, está condenado a las prácticas mezquinas. Encubre la indeleble soledad con el acaparamiento, la insolidaridad, la crítica rapaz y la anarquía. Por adición, su desmedida y tóxica narrativa obedece a los intereses creados.
Lo malo es que infectan a otros con la ponzoña de la supremacía, creyéndose que no hay nada mejor delante de ellos. Esa ambigua murmuración adolece de recompensa enfrente a la debilidad y a la ausencia de recursos para salvar el organismo humano.
El hábito de subvalorar la presencia de los seres queridos, no estrechar la mano ni tener expresión de cariño a semejanza de los movimientos que transitan en el vacío; ponen en primera línea esos gestos desprovistos de huella y de recordación. Así que, el anhelo y la prohibición, corren el riesgo de sucumbir. Los sentidos y el alma se alimentan de la entrega incondicional y no de la apatía.
El sujeto distante aplana la curva de los sentimientos y multiplica la indiferencia. En tiempos de solidaridad colectiva está en sus manos remediar el mal engendrado, doblando la cerviz para aceptar que no somos nadie de cara a la muerte.
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