De Harold Kremer. Editado por Deriva
Siempre había creído que Harold Kremer iba a ser el novelista que Buga pedía a gritos. Me ilusioné con algunos de sus primeros pinitos, pero terminé despechado. Hasta esta semana, cuando me di cuenta que el equivocado era yo.
Harold Kremer no es un novelista de kilates. Es un narrador de mini cuentos absolutamente avasallador. Ese género, que pocos desarrollan en nuestro país y muy pocos en América Latina con la capacidad, finura y rotundez de Kremer, lo dice él en su epílogo al alimón con Guillermo Bustamante, su compañero en la increíble revista Ekuóreo, que sale por redes cada semana repleta de minicuentos: Un minicuento no es un chiste, pero puede manejar el humor. No es un poema en prosa, pero se aproxima al haikú. Debe ser breve, no mayor a 1.200 caracteres y se apoya más en lo implícito que en lo explícito.
En este Mapamundi del Imperio, la cátedra está sentada y respaldada con historias y anécdotas bugueñas, tan pendejas, pero tan chistosas, tan inverosímiles, pero tan verídicas como los inmensos tejidos de croché que hacían las nietas del presidente Sanclemente.
En este libro hay animismo a borbotones, espejos y judíos. Por sus páginas se pasea el fantasma de Clarice Linspector y de otros menos conocidos. Hay jaguares y suicidas. Va de la realidad imaginada a la crueldad que abofetea, siempre con Buga y el Parque Cabal en el trasfondo.
Como son relatos tan breves, pero tan golpeantes, se pueden leer en cualquier orden porque no hay hilo conductor narrativo sino una cascada provocativa de los que uno no sabe si es filosofía barata o sabiduría ancestral.
Hay uso y abuso de la paradoja, pero con tanta gracia que resulta lo mismo la crueldad que la felicidad. Hebreo o filisteo. Rimbombante como los muchachos del puente de La Victoria, este libro tiene dos ventajas opuestas: va ensimismando al lector o lo convierte en esclavo del vicio oculto.
Aplaudirlo es poca cosa. Abrirle calle de honor es mi deber como testigo esperanzado de la calidad literaria que exudan los 131 minicuentos agrupados como el rosario de pepas de chambimbe que vendían los redentoristas de Buga a los fieles del Milagroso haciéndoles creer que eran las lágrimas de San Pedro. (Opinión).
Escuche al maestro Gustavo Alvarez Gardeazábal.
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