24 abril, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Qué está leyendo Gardeazábal: cartas popayanejas

  • Reseña de la novela de Juan Esteban Constaín 

No son muchas las novelas en donde el personaje es tan fuerte y sobresaliente que la novela pierde importancia. Mas si esa narración la hace un popayanejo fututo como Juan Esteban Constain, y además sobre don Marcelino Quijano y Quadra, curtido también en la Vuelta del Maní de las semanas santas de Popayán, pero habitante cuasi eterno del exilio, el resultado termina siendo entretenido, así le sobre pendejamente el último capítulo. 

Es un personajón en todo el sentido de la palabra y como es construido con esa gracia pipianesca de las señoras de la otrora ciudad blanca, lo que va surgiendo tiene amasijos de sapiencia, asomos de influencias proustiana y vergajada patoja, entronizándose en el lector sin que le carguen en la procesión del Lunes Santo. 

Solo así se explica que sobre una trama bobísima, recogida en un recorte de prensa y no en la historia patria, se eche el cuento de que en algún momento del siglo 19 el presidente del estado soberano de Boyacá, cuyo nombre no vale la pena recordarlo, le declaró la guerra al reino de Bélgica presuntamente por el incumplimiento de una firma de ingenieros oriundo de ese país en la construcción del ferrocarril de Tunja.  

La novela entonces se desarrolla como casi todos los chismes de Popayán, basándose más en las formas que en el contenido, y cuando se logra contar todo el cuento, y 100 años después se consigue celebrar el tratado de paz, resulta tan baladí el engranaje que el señor Quijano y Quadra se come la novela con la misma facilidad con que heredó de una extraña viuda argentina, Karina Garrabundo, la riqueza suficiente para  vivir cómodamente el resto de su vida jugando a las cartas marcadas, o ejerciendo de habilísimo timador en una y otra actividad comercial, epistolar, política o diplomática.  

Escuche al maestro Gustavo Alvarez Gardeazábal.

De idéntica manera, y por eso digo que le sobra el capítulo final, la novela mata miserablemente al personaje en el extremo de su ancianidad para podernos decir que el narrador la termina quedándose con todos los pocos o muchos bienes materiales y los escasos espirituales de ese hombre refugiado en un pueblito español lejos, muy lejos del sabor que tenía el salpicón de Baudilia pero eternizado en los renglones de esta novela para que los que amamos su tierra nativa le identifiquemos por gocetas y pícaro.