29 marzo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Qué está leyendo Gardeazábal: a la vejez viruela

@eljodario 

Juan Diego Mejía va a cumplir 70 años. Cuando comenzó a publicar a comienzos de los 80 me sorprendió gratamente y así lo dije en la nota critica de libros que publicaba todos los domingos en El Colombiano de Medellín. Cuando leí “El cine era mejor que la vida” reforcé mi pronóstico sobre su calidad y hace pocos años al leer “Soñamos que vendrían por el mar” lo amplié para entender que su habilidad narrativa y la calidad de sus textos estaba ligada íntimamente a Medellín hasta el punto que bien puede decirse, sin llamar a exageraciones, que entre la nutrida manada de novelistas que Antioquia le está aportando constantemente a la literatura colombiana desde las épocas de Tomás Carrasquilla, Juan Diego debe ser consagrado como el novelista de Medellín. Es su ciudad, en ella estudió, en ella ha vivido, por ella ha trabajado, en ella vive y, como tal, sobre ella ha escrito auscultándola desde distintos ángulos, pero casi siempre sin salir de un marco espacio temporal que recrea su vida de estudiante en el colegio de San José o en la Universidad Nacional de Medellín, donde se graduó de matemático. Esta última novela que publica Alfaguara son sus gratos recuerdos del estudiante de bachillerato universitario de hace más de 50 años. Probablemente cuando los vivió hace medio siglo, no los veía como los ve ahora en la plenitud de su vejez. Es lógico, solo el paso de los años nos permite depurar las vivencias que por pequeñas entonces ahora pueden parecer grandototas. Pero como todo parece recordarlo como si lo acabara de vivir, su prosa, que busca la eternidad de los actos humanos, ni pierde el brío ni deja de ser verosímil, aunque si es indudablemente armada con un desfase anecdótico que da risa por lo ridículo. Es la historia de un ingenuo estudiante de 1970 que no tiene un mal pensamiento, no vive una aventura sexual, no se unta del bororó de la juventud de entonces y transita virginalmente al más anticuado y casi increíble mundillo del Medellín de entonces rompiendo el orden solo porque fumaba mariguana. El narrador no va a misa, como se estilaba en la Antioquia de entonces. Tampoco va donde las putas. Ama a sus amigos, pero ninguno le genera un mal pensamiento maricón. Desea a sus compañeras de estudio, pero apenas las ve en lejanía para tener como máxima experiencia ser novio de una muchachita pueblerina que n o lo recibe ni en la sala de su casa sino desde la ventana. Es entonces la novela de un zanahorio que no se va a recordar ni siquiera porque está deliciosamente escrita y se lee de corrido. Es casi una pieza del museo arqueológico de las costumbres paisas que no conmueve pero que provocan risa por lo bufas cuando uno recuerda que también las vivió así tal cual las narra Juan Diego Mejía. . 

Escuche al maestro Gustavo Alvarez Gardeazábal