Por Oscar Domínguez G.
Siguiendo una vieja costumbre familiar suelo compartir mi pensión con los pájaros del barrio. Lo hago poniéndoles agua y plátano en el balcón del apartamento. Al final de la quincena, cuando no hay con qué envenenar una cucaracha en casa, llevan del bulto.
Un viajero VIP nada frecuente en el cebadero es esa limusina con plumas llamada la soledad, también bautizado barranqueño (foto). Cuando irrumpe en escena, compro lotería. Como lo mío no es el billete, nunca indago si le pegué al perrito de la suerte. El barranqueño emite un escueto do de pecho (¿o será un re?) y simultáneamente mueve su arrogante cola para ratificar lo “dicho”. Mira, no come, y se va. En su esperanto me está diciendo que ponga en el menú algo a tono con su aristocracia.
Un pájaro VIP más frecuente es el carpintero que provocó la curiosidad de Leonardo da Vinci quien compraba pájaros en el mercado público para darles la libertad por cárcel. Entre una libertad y otra pintó la Gioconda.
El carpintero es el rey del cebadero. Sus colegas que tienen el aire por hábitat saben que su pico de acero no respeta pinta. Y lo dejan que se harte. Les toca comer las migajas que les deja este rico epulón.
Con otro piyama conté alguna vez que cuando desperté a la vida, me encuentro en la huerta de mi casa en el campo. Lo primero que veo como habitante del planeta tierra es un espantapájaros. En reciprocidad, en el mercado de las pulgas compré un espantajo de paja. Nos damos el besito de las buenas noches.
Veo un pájaro y recuerdo mi prontuario de pajaricida. De niño, los adultos nos regalaban caucheras para reducir la población alada. Entonces no conocía el verso del poeta caldense Antonio Mejía. “La cauchera es traición. Es alevosa, tiene el sigilo de los criminales”.
Como cargaladrillos me tocó cubrir para mí solito la muerte de una paloma arrollada por un carro fantasma que emprendió la fuga.
Con el corazón vuelto hilachas, vi cómo la paloma sobreviviente esperaba que su compañero se levantara del asfalto para reiniciar su idilio entre el viento.
No aceptaba que un carro fantasma hubiera convertido su amor
en puré de plumas. No sé cuánto tiempo pasó antes que admitiera que una ráfaga de caucho la dejó soltera cero kilómetros, y que era hora de que buscara otro solitario para volver a soñar.

                                    
                                    
                                    
                                    
                                    
                                    
                                    
                                    
                                    
                                    
                                    
                                    
                                    

                                        
                                        
                                        
                                        
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