
Por Oscar Domínguez G.
Mi primer oficio, el de niño, lo ejercí a fondo. Hice méritos para ganarme el apodo de “anticristo de la calle” remoquete que les dan a los chinches en Brasil. No tengo quejas de las demás etapas vividas, incluida la actual de mueble viejo o “viejenial”.
Con ocasión del Día del Trabajo recordé otros destinos ejercidos para buscarle la caída al billete. El segundo oficio fue el de mensajero para financiarme el matinal del domingo y el alquiler de bicicleta y de revistas de tiras cómicas. Les compraba la leche de Proleche y las arepas a las señoras de la cuadra de mi barrio Aranjuez, en Medellín.
Cuando hice primero elemental en La Estrella, Antioquia, vendía El Colombiano y El Correo. Mi condición de voceador de prensa me convirtió en periodista por ósmosis. El oficio me entró por el sobaco.
A finales de los sesenta me fajé como patinador o mensajero de redacción en Todelar-Bogotá donde me gradué como lector y cortador de cables de las agencias Upi, Ap, France Press.
En la escuela vendía delicias gastronómicas caseras llamadas cofio y minisicuí.
Mi prontuario laboral incluye destinos como los de tendero, pinche de cocina, proxeneta de novios fugados, paseador de perros.
Fui tahúr sin mucho pedigrí, me desempeñé como barman menos diestro que el de la película Casablanca; fracasé como vendedor de camisas de segunda en Fredonia.
Desplumé marranos como jugador de ajedrez en el Club Maracaibo, de Medellín. No hice quedar mal el puesto de interior derecho – el diez actual- en mi período de futbolista.
Nunca fui maestro de nada; he sido aprendiz de todo. Tampoco me he desempeñado como coach ontológico transaccional (¿¡), youtuber o influenciador.
Fui portero alterno en cinemas paradiso de barrio, acólito en la Iglesia de El Poblado, no lo he hecho nada mal como peatón, contribuyente, constituyente, celador.
Me lucí como barrendero en la biblioteca del seminario La Linda, cerca de Manizales, donde descubrí el Índice de libros prohibidos.
Vendí mecato en el Parque de Berrío cuando el dueño se iba a aligerar el riñón. He sido viajero; que no falte en mi prontuario laboral el destino de vendedor de tiquetes para bus y autoferro al Valle. Mi padre era el dueño y jefe.
Además de iluso, romántico e ingenuo de profesión, he sido acreedor, deudor y fiador de colegas que olvidaron pagar el arriendo.
En algún periódico vespertino redactaba el horóscopo en las incapacidades del titular. El zodíaco nunca me rectificó.
Me he ganado denarios como corrector de textos; un mal prólogo mío desprestigia algún buen libro; el mundo me ignora como poetastro de versos precarios que de pronto cometo (y oculto). Mercenario sin escrúpulos redacté textos para electores que le dijeron no a “mi” candidata.
He escrito cartas de amor para novias ajenas. Y para las propias, porque la caridad empieza por casa. Trabajé en una librería agáchese del centro de Bogotá, Parque Santander. No vendí un solo libro.
Fui destituido como lector de cuentos de mis nietas. Era el primero en dormirme. Nunca les leí a mis nietos australianos porque mi inglés es miserable. Ennietezco a paso de tortuga.

Pie de Foto: Voceador de prensa (Retrato de Alvarángel Pabón, de Colprensa)
Más historias
Vistazo a los hechos: El procurador, ejemplo de grandeza
La venenosa hiedra de la violencia trepa los muros de las escuelas
Los Susurros de Kico Becerra