
El querido y brillante jurista y amigo, un verdadero señor Álvaro Botero Correa, era contralor de Antioquia y nos ordenó a los directivos que hiciéramos una visita a los municipios aledaños al ferrocarril, que habían sido víctimas de tomas guerrilleras en la época, para revisar los archivos fiscales y determinar en qué habían sido afectados por las tomas.
En cumplimiento de la orden del doctor Botero salimos en tren a cumplir la misión, Luis Javier Velásquez Restrepo, el doctor Rubén Darío López (QEPD), mi amigo William Hurtado Martínez y la encantadora negra Patricia Betancourt.
En la estación de Niquía en un pare que hizo la máquina, se montó un indigente harapiento, mechudo, totalmente lleno de mugre la cara y cuerpo y empezó a decir con voz enmariguanada: “señores me les presento, yo soy el dueño del tren y estoy a su disposición”, e insistía en su posición de dueño y la continuaba pregonando.
En esa época existía la policía del ferrocarril, entidad a la que le correspondía vigilar el sistema.
Los uniformados cogieron de los brazos al pobre andrajoso para bajarlo del tren: Este se repulsaba y decía: “yo soy el dueño del tren a mí no me pueden bajar de aquí. Lo lograron dominar, lo bajaron de la máquina y el tren inicio su recorrido.
Yo que observé todo el espectáculo, me paré inmediatamente y dije: “qué esperanzas, si así tratan al dueño, cómo les irá a los pobres pasajeros”.
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Llegó un senador de la República a un municipio lejano del país. Iba bien vestido, con pomposo sombrero y poncho terciao, precedido de una caravana de escoltas y lagartos, abrazando y sonriendo de manera abierta y desarrapada a toda la gente.
Entre la muchedumbre, cuando estaba sentado en la mesa de la cantina de la esquina tomando café, al renombrado politólogo un campesino le gritó: “hola doctor” y el senador le dijo venga: “venga pacho tómese un trago conmigo, ombe que bueno velo, cómo va pachito, cómo está su familia, lo quiero mucho, cuándo va a ir por allá a hacerme la visita, lo recibo en Bogotá con los brazos abiertos”. Y Pacho le dijo: “ahh usted me está invitando a su oficina, qué que rico, qué honor, qué orgullo. Esta semana me le aparezco por allá, hago lo que sea pero voy”. Y el prohombre le dijo: “claro vaya, allá lo espero arrime que esa es su casa”. “Listo dotor, allá le aparezco bendito sea mi Dios”.
Pacho se fue feliz, vendió la carga de café, una mula que tenía, le fiaron ropita en el almacén y arrancó p’a Bogotá a doce horas de distancia
Cuando llegó a Bogotá salió todo elegante para el capitolio, ansioso de encontrarse con el doctor quien lo había invitado, sudaba de los nervios, casi lo levanta un carro y entró feliz a la oficina.
“Niña, están amable el dotor”. “Si, quién lo necesita”. “Pacho, yo soy pacho, él me dijo que viniera la semana pasada”. Ante la insistencia y la pinta de campesino, la secre lo dejó pasar .
Cuando pacho observó en el escritorio al político, grito: “doctor, dotor, qué bueno velo dotor”. Y el político tosco, impávido, y frio. “Qué que ha habido dotor, no se acuerda pues de mi… soy pacho que nos abrazamos y celebramos en el parque del pueblo, usted estaba muy querido conmigo, me invitó”. Y el hombre lo miraba de manera despectiva y dijo: “yo lo invite… yo no me acuerdo”. “Claro dotor, en mi pueblo al lado de Jeremías Marín que estaba ahí con nosotros”. El político se paró forzadamente del escritorio miró a Pacho con fastidio y le dijo en tono brusco: “vea hombre, yo haciendo política en los pueblos soy uno y aquí en el Congreso soy otro totalmente distinto”. Y voltea Pacho y le dice: “que par de malparidos tan parecidos”.
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Estábamos tomando aguardiente en la cafetería y restaurante la Sorpresa, punto de encuentro de los borrachitos a los que se les termina la fiesta. Entre ellos estaba el flaco Márquez, más prendido que televisor de urgencias y seguía tragando y tragando hasta que se quedó dormido. Aprovechando que estaba completamente borracho, pedimos un tamal calientico y sigilosamente le quitamos la hojita de encima y se lo metimos con el resto de hojita culo abajo. Le quedó el bulto exactamente en toda la nalga, tuvimos tiempo de meterlo bien metido, organizarlo y con el tamal adentro siguió durmiendo. Todos los contertulios empezamos a decir a qué huele tan horrible. Con nuestra bulla se despertó, apenas sintió caliente abajo en la parte de atrás de la nalga con los ojos salidos y grandotes empezó a murmurar con voz afligida: “muchachos me cagué” y todos decíamos cómo… “si muchachos me cagué, estoy sintiendo el bulto atrás”. Yo le dije: “no sentís el olor”. Y dijo claro: “como a caca, hombre perdónenme, hombre, es que he estado mal del estómago, ahora qué hago, qué embarrada”. Nosotros todos con la nariz tapada… “ehh que horrible este man está podrido” y él decía: “ayúdenme, no me dejen aquí en estas condiciones”.
El dueño del carro en el que nos movilizábamos nos dijo yo lo lleabava, “pero no se me puede sentar en las sillas, salgo con la familia ahora y no quiero que ese carro llegue todo impregnado, si quiere lo arrimo a su casa pero no se siente en las sillas”. “Queliace, queliace” dijo el flaco. Salimos para Santa Mónica y le toco irse acurrucado en la mitad del automóvil y así nos lo llevamos a la casa. Se tiró del carro con la mano en la nalga cogiendo el bulto, se entró emberracao y nosotros nos fuimos para la esquina totiados de la risa y a los 20 minutos llega el flaco, bañaito y cambiado de ropa con el pedazo de hoja del tamal en la mano, una zanahoria, una tajada de papa y tres alverjas y dijo furioso: “muy bonito malparidos”.
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Para celebrar mi cumpleaños mi señora y mis muchachos me invitaron a ver y a oír cantar a Vicente Fernández al estadio Atanasio Girardot.
la boletica valía nada más y nada menos que cincuenta mil pesos en 1998. Muy animado me compré la botellita de aguardiente, crispetas, rosquillas y frutica, con tan mala suerte que al intentar entrar al estadio el vigilante me dijo: “qué pena con usted señor, pero aquí no puede entrar nada, ni aguardiente ni comida, deshágase de lo que tiene y lo dejo pasar. Nos retiramos de la fila, nos mamamos la botella de aguardiente en diez minutos, nos comimos todo el mecato y p’a dentro.
Jocosamente el portero me dijo: “qué hizo el guarito”. Le dije: “lo traigo puesto y me entré. Me mandaron pa una fila arriba que casi me toca sentarme en las lámparas de la luz del estadio´.
Vicente Fernández se veía desde donde yo estaba como un lapicito de colores y un sombrerito que parecía el borrador, ni se distinguía ni se veía, ni se oía y empieza la rumba y todo el mundo trague aguardiente antioqueño. Sentado, tratando de ver y escuchar siento la espalda calientica, calientica cuando miré una maldita vieja que estaba ahí toda borracha me vomitó la espalda, ese vómito tenia mas cosas que un todo a mil.
Lleno de indignación me ayudaron a parar para ir a limpiar la camisa. Cuando estaba bajando las escalas un borracho se pegó una tropezada ni la de las putas y del golpe me tiro hasta la baranda que linda con la cancha. Yo totalmente indignado y berraco antes de limpiarme la camisa me fui a orinar. Otro borracho enseguida orinando y cantando la canción por tu maldito amor, imitando la voz de Vicente. Miró a ver quién lo estaba escuchando, me pegó una miada en el pantalón p’a acabar de ajustar. Me limpié, me lavé, me senté berraco y jarto diciendo valiente cumpleaños y empieza Vicente a cantar y volver, volver, volver y yo me paro y digo… “volver, volver, no vuelven ni las putas”. Salí y me fui.
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