
Por Iván de J. Guzmán López
El Petro senador (por más de 20 años), el Petro candidato, el Petro elegido presidente, era una esperanza para millones de colombianos. Para muchos, Petro representaba la posibilidad real de hacer los cambios estructurales necesarios a un país desigual, poco inclusivo, víctima de la pobreza, la delincuencia, el narcotráfico y la corrupción.
Como colombiano, como simple ciudadano, como periodista, debo reconocer que antes del Petro presidente, las cosas no iban bien. Con esto no pretendo desilusionar o contrariar a varios opinadores virulentos (que no lectores juiciosos de mis columnas), cuya pobreza intelectual y política sólo les alcanza para tratarme de “godo, rezandero, uribista y federiquista”. Acepto las dos sindicaciones primeras, si eso les produce gozo; sobre las consiguientes, si he saludado tres veces a ambos personajes, es mucho decir. Lo más triste para un columnista o escritor, nos decía el maestro Manuel Mejía Vallejo, es “tener a pendejos como críticos”.
Desde antes que Petro gozara del muelle sillón de senador (por más de veinte años, reitero) este servidor ya estaba denunciando corrupción desde varios medios, lo que me valió la salida de 2 de mis mejores empleos (uno en la empresa privada; el otro, en el sector público), y tengan la seguridad de que, aún después de Petro, no cejaremos en la misión, como ciudadano –y más, como periodista–, de alertar sobre los males que carcomen a la democracia y a Colombia, a la par que denunciar a sus impulsores y beneficiarios.
Antes de la llegada de Petro a la Casa de Nariño (casa que tanto le aburre, según él, y que pronto entregará, afortunadamente), la corrupción más rampante y vergonzosa hacía su fiesta diurna y nocturna; las oportunidades en salud, educación y vivienda eran difíciles (pero posibles de encontrar); la educación era de regular calidad, con tendencia a mala; la inseguridad en campos y ciudades era visible, pero combatida; el desempleo era cifra de cuidado y preocupación, pero se atacaba por parte del gobierno; los empresarios no eran tratados de narcotraficantes y los narcotraficantes temblaban ante la puerta abierta de la extradición.
El país, agobiado por el peso de una densa historia de violencias, iniquidades y desigualdades, era entonces terreno abonado para un calculado “estallido social”. Y el maestro de la ópera bufa, ni corto ni perezoso, saltó al escenario mayor: el de las elecciones presidenciales. ¡Es la hora del cambio!, proclamó, en una jaculatoria incansable y metódica, según tarima o micrófono. Un aura superior y estratosférica le insufló nuevo aire para, tras largos años en el senado, ahondar en la prédica contra la corrupción, el clientelismo, la politiquería, el narcotráfico, el tráfico de influencias y todos los males juntos evidentes en la noche oscura que vivimos desde el propio 20 de julio de 1810, cuando, según dicen algunos “académicos”, se dió el “grito” de independencia de “la tiranía española” personificada en la beatífica figura de Fernando Vll.
Gustavo Petro llegó al poder en la cúspide de una ola de descontento popular artificial a gusto, pero también generado por inequidades sistemáticas que la pandemia logró catalizar. Pese a décadas de crecimiento y estabilidad macroeconómica, Colombia se había convertido en el segundo país más desigual de América Latina. La incapacidad de introducir los cambios necesarios para resolver estos problemas estructurales generó una crisis de Estado. El país de antes de Petro, en manos de Ernesto Samper y Juan Manuel Santos, cayó mondo y lirondo en las anchas manos de la delincuencia más variopinta, aparecidas en sociedad con rótulos y autodenominaciones eufemísticas y libertarias.
El prometido y cacareado “cambio” se convirtió en esperanza para cientos de hombres y mujeres olvidados, que padecieron a los gobiernos anteriores; el cambio se volvió delicioso chicle en boca de seudoizquierdistas, oportunistas y despistados ciudadanos; ortodoxos y conversos en las doctrinas libertarias soñaron con el paraíso prometido antes a Cuba, Venezuela o Nicaragua; leche y miel fue la promesa de Petro y sus legionarios.
Peones de la causa se movilizaron en la búsqueda de votos; hasta las cárceles llegaron hermanos, hijos y parientes de Petro buscando el botín electoral. Las promesas aparecieron por centenas, como bisutería en feria de pueblo olvidado. Algunos “pensadores”, periodistas y académicos, se alistaron en la servidumbre del proclamado “salvador”; liberales, conservadores y filados en veinte matices políticas, que no hicieron la tarea en el “Ancien Régime” (concepto acuñado por los revolucionarios franceses para designar al sistema de gobierno anterior a la Revolución francesa de 1789-1799), se ofrecieron al gran postor; los coautores del capítulo hórrido de pobreza, miseria, corrupción y desesperanza protagonizado por antiguos gobernantes auxiliados por godos, bermejos, verdes, multicolores, “voltiados” y autodenominados progresistas, corrieron tras su posible botín en las arcas del cambio. Un alcalde cutre, que dejó a Medellín oliendo a caca, se apresuró a demostrar, gráficamente, puesto el cinturón de seguridad, cómo era “el cambio en primera”.
“El palo está pa`cucharas”, dirían las abuelas. Es hora de combinar distintas formas de lucha, decían los izquierdistas trasnochados. Es hora de un estallido social orquestado y bien financiado. Así, 11 millones de colombianos, en una mezcla explosiva de olvidados, excluidos, afros, indígenas, sectores radicales del sindicalismo, jóvenes sin noción alguna de la historia, maestros ávidos de poder y reivindicaciones prometidas, delincuentes, logreros de varios partidos, judicializados de muchos frentes, resentidos sociales, sumados estos a gentes buenas que soñaban con un cambio, desilusionados como estaban con las instituciones democráticas y los políticos tradicionales, votaron por dos candidatos populistas hacia el año 2022: Petro y Francia Márquez.
El 7 de agosto de 2022, Gustavo Petro juró su cargo como primer presidente de izquierda (algunos dicen que “ni es de izquierda ni es nada”) de Colombia. En el discurso de investidura, esbozó los principales pilares de su programa de reformas: prometió reducir la desigualdad social, acabar con la corrupción, redistribuir la riqueza, mejorar el sistema de salud pública, trabajar por la educación y las pensiones, luchar contra la pobreza y la discriminación racial y de género, poner fin a los proyectos extractivos de combustibles fósiles y minería, aplicar el Acuerdo de Paz de 2016 firmado entre las Farc y el gobierno de su mentor, el expresidente Juan Manuel Santos (2010-2018), a la par que, en tres meses, firmar la paz y acabar con el ELN.
Hoy, a 16 meses de entregar el gobierno; a la hora de hacer balance y de entregar resultados, las manos están vacías y el pueblo timado. Hoy encontramos al país en manos de segundones; personajes oportunistas, oscuros y ladinos como Benedetti, están al frente de un país descuadernado, en controversias peligrosas con potencias extranjeras, más endeudado y sin política energética alguna. Centenas de promesas incumplidas, decenas de puentes sin hacer, universidades sin construir y un sistema de salud destruido, en franco peligro de muerte para millones de colombianos. Retrocesos inimaginados en educación y el campo en múltiples violencias. Las universidades en manos de anarquistas y sin presupuesto; oportunidades mínimas para los “amados” jóvenes, los estudiantes sin Icetex, los “viejos y viejas” colgados de la brocha, indígenas, campesinos y afrodescendientes instrumentalizados; guerra total, en contravía de la promesa de paz total; un congreso señalado de corrupto, y una vicepresidenta, de nombre Francia Márquez, que ya no vive sabroso, denunciando corrupción al interior del propio gobierno, y hasta sectores de la misma izquierda señalando a Petro como una esperanza muerta.
El momento que vive Colombia, superada la paranoia presidencial de un golpe blando, nos entrega un país en guerra, descuadernado, sin gobierno y presa de la corrupción. Para colmo de males, la clase política parece no leer correctamente el momento histórico que vive la patria, y ya se presentan autoproclamados candidatos sin ningún proyecto social, económico, político ni geográfico (ante la pérdida de gobierno en regiones como Catatumbo, El Cauca, Chocó, Magdalena Medio, Bajo Cauca), que permita recuperar al país.
Entre tanto, los que corrieron a hartarse del bongo presupuestal de Petro, ahora buscan desmarcarse saltando del barco y hablando mal del gobierno, pensando en el próximo festín electoral; se observan y se escuchan feroces enfrentamientos entre precandidatos presidenciales, sin que nadie hable de unidad, o de un “acuerdo sobre lo fundamental” para salvar a Colombia del despilfarro político, económico y social a que la sometió el gobierno Petro.
“Tras de cotudos, abotonados”, decían nuestros sabios campesinos. La clase política colombiana, miope, terca y enferma de mermelada, clientelismo y corrupción, no se ha dado por enterada de que, según el diario El País, de España, La democracia colombiana está en su punto más débil en dos décadas. El país desciende cinco puestos en el Índice Global del Economist Intelligence Unit y se apresura a caer de la categoría de “democracia imperfecta” a la de “régimen híbrido”.
Esto último, es un estado en el cual “la presión del gobierno sobre los partidos y candidatos de oposición es alta”. En un régimen híbrido, “las debilidades graves son más frecuentes que en las democracias defectuosas: en la cultura política, el funcionamiento del gobierno y la participación política. La corrupción tiende a ser generalizada y el Estado de derecho es débil. La sociedad civil es débil. Por lo general, hay acoso y presión sobre los periodistas, y el poder judicial no es independiente”.
Con suma tristeza, entendemos que los hechos, y hasta la izquierda misma, dan cuenta de Petro como una esperanza muerta.
Ahora, como asunto de supervivencia, la obligación de la clase política y los partidos es la de reinventarse, sacudirse de tanta quincalla engordada en corrupción, incapacidad administrativa y alma de delincuente. Los rusos mismos, en la vieja era de los marxistas leninistas, aseguraban que “los partidos se fortalecen, cuando se depuran. Es hora de ahuyentar de sus toldas a los burros de oro, a los corruptos y a los delincuentes e invitar a ciudadanos honestos, estudiosos, patriotas y honestos a reconstruir la sociedad, el gobierno, las corporaciones y el Estado.
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