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Por Darío Ruiz Gómez
Cada quién tiene recuerdos de su pueblo natal y recurre a los paisajes de su infancia. En la literatura rusa la aldea es un motivo perenne o en la narrativa norteamericana y por supuesto en España donde escritores han descrito las callejuelas, las rústicas o solemnes casas o mansiones, los grupos de ancianos que cavilan en un parque. En un mundo globalizado donde los flujos de patéticos turistas invaden los espacios de pueblos y ciudades de Europa como los nuevos bárbaros que miran, pero no observan y todo lo que supuestamente ven está mediatizado por los celulares. La alusión al pueblo natal pasó a convertirse hoy en Colombia ante el avance de una violencia sin control alguno en el replanteamiento de conceptos cómo, provincia, municipio y corregimiento para que sea concreta y no retórica la prioritaria necesidad de recuperar los territorios frente a la violencia de sus invasores. El monstruoso centralismo de las capitales, especialmente en Antioquia condujo a que prácticamente estas realidades fueran reducidas a baldíos abandonados a su suerte. Anorí ilustra lo que ha supuesto para la Antioquia diversa el pernicioso centralismo de Medellín convirtiéndola, repito, en una especie de frontera lejana cuyas formas de vida permanecen al margen y solamente los hechos de violencia han permitido que momentáneamente lleguemos a enterarnos de que todavía existen, algo que ni siquiera ha podido lograr su inmensa riqueza en variedades de aves, de árboles y plantas, de insectos ya que a pesar de la inmensa riqueza de sus minas de oro al referirse a Anorí esta riqueza se reconoce pero de soslayo tal como se hace con los territorios de reserva sobre los cuales se impone el silencio que caracteriza a los pactos secretos entre grandes intereses económicos, Remedios, Zaragoza se mantienen bajo estos mismos intereses más allá de las fronteras de la civilización, como escenografías para films del Oeste.
La carretera a Anorí se inaugura y se mantiene un tiempo bajo las ficticios Acuerdos de Paz entre las FARC y el Gobierno, regresa la diáspora, se reanudan los encuentros familiares hasta que otro hecho de sangre nos despierta de ese sueño de paz y nos devuelve a la maldita realidad: mientras los invasores se mantengan a la fuerza este expolio e impongan las leyes de la selva quienes le confirieron sentido a ese territorio estarán permanentemente en peligro de muerte. Desde 1973 con la Operación Anorí nadie se ha encargado de darnos la cifra de asesinatos de militares y civiles a manos del ELN.
Cuando escucho que ochenta personas han tenido que abandonar sus casas apenas con lo puesto y refugiarse en la Alcaldía creo que estoy viviendo un deja vu: pero el cronista radial lo describe magníficamente de manera que debo aceptar que es cierto y en mi estupor preguntarme si es verdad o ficción que hace unos meses mataron a dos ciudadanos en el parque, y a tres y cuatro y cinco sin que nadie los detenga porque el ELN continúa coaccionando a niños y pobres y el porqué de este olvido de los Gobiernos y a donde diablos van a parar las descomunales fortunas que se obtienen por el oro maldito. De verdad que mi familia paterna es de Anorí y que nunca he podido regresar a conocerlo en décadas de espera ya que también yo nací en un territorio del cual a sus habitantes permanentemente los expulsan estos malhechores sin que ni las Oenegés digan algo al respecto. Tan cerca pero tan lejos deberé aceptar que Anorí no pertenece a Colombia y que todavía las autoridades no nos han explicado por qué Calarcá y su cortejo de pistoleros detenidos y puestos en libertad por Petro, iban a reunirse con sus conmilitones en Anorí. El ELN como jugando a las escondidas acaba de matar a cinco militares y a un civil en esta tierra de nadie vitrina de todas las atrocidades posibles que, sin embargo, nunca tendrán el castigo merecido ya que sabemos que la matanza va acompañada de un silencio cómplice.
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