26 septiembre, 2025

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

¿Pelando el cobre?

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Ivan Guzman

Por Iván de J. Guzmán López

«Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza”… Escribió Gabriel García Márquez, en su bella novela El otoño del Patriarca.

Recordemos que, alguna vez, Gabo reconoció que su intención, al pensar en la novela citada, era el hacer una síntesis de todos los dictadores latinoamericanos; finalmente, el autor llegó a afirmar que Juan Vicente Gómez, el expresidente de Venezuela (1908-1914; 1922-1929; 1931-1935), es el que más se parece al patriarca. Ante la inminente e irremediable caída del tirano venezolano Nicolás Maduro Moros, otrora chofer de camión en Cúcuta (tiempo en que seguramente fue feliz e indocumentado), nada más oportuno que leer –o releer, que es lo mejor de la lectura–, al Nobel colombiano Gabriel García Márquez, con su novela El otoño del Patriarca, la recreación macondiana del clásico tirano, en la cual caracteriza las maneras, vida y muerte de uno de los “referentes” del desdichado Maduro.

Sin salir de Venezuela, quiero citar al otro gran novelista de las tiranías, al venezolano Rómulo Gallegos, dibujando con rigor y gala de recursos idiomáticos a este desgraciado personaje (el tirano), en su novela El forastero (1942), la cual se centra en el problema de la colaboración con el déspota, y que se resuelve (final e irremediablemente) con el rechazo total. El “hombre isla”, como se define al tirano en su proceder y en su caída final (así sea a manos de la muerte, como le sucedió recientemente a Fidel Castro y a Chávez), usa, en su parafernalia ideológica y ficticia, un acervo de mentiras que repiten (a los que ellos llaman el pueblo) con suficiente frecuencia, y vehemencia tal, que las convierten en “verdad” para ellos y para la masa ignara y sometida. Esta ley de propaganda, con frecuencia atribuida al nazi Joseph Goebbels, es conocida entre los psicólogos, como el efecto de la “ilusión de verdad”.

En la novela de Gallegos, el venezolano escribe que el tirano asegura tener un deber para con su gente: el de representar la esperanza en el triunfo de la libertad, la prosperidad y la vida. En esta, como en muchas creaciones literarias en las cuales el llamado Boom Latinoamericano es profuso (¡para algo han de servir las tiranías!), el escritor venezolano presenta la gran comedia latinoamericana de los jefes aparentemente demócratas, que gobierna por interpuesta persona, “dándose así el soberano gusto de imponerles a sus paisanos una autoridad de ningún modo lícita, constituida en su persona”.

En el caso de Maduro, el problema de la colaboración con el déspota, que se resuelve (final e irremediablemente) con el rechazo total, parece no encontrar acomodo en el presidente colombiano Gustavo Petro: hasta Brasil y México, sus dos compinches en la tarea oscura de sostener al tirano mediante una “comisión de negociación para el tránsito a la democracia, y cosas así”, han llegado a la verdad irrefutable de  que la colaboración con el déspota se resuelve, final e irremediablemente, con el rechazo total.

El presidente Lula, ad portas de ver caer a Maduro en su ley de tiranuelo trasnochado, con 8 millones de seres humanos regados por el mundo pidiendo limosnas, con la represión y los crímenes más abyectos a su espalda por querer seguir “defendiendo al pueblo”, asegura, con la voz y la elocuencia de mandatos anteriores, que: “Venezuela vive un régimen muy desagradable, con una tendencia autoritaria», y exigió la publicación de las actas electorales, cosa que todo el mundo sabe, no se van a publicar, porque nadie valida su propio fraude. Por su parte, el mexicano López Obrador,  prefirió el silencio, finalmente, sabiéndose, en la práctica, un expresidente, temeroso del estigma que pesaría sobre él, si sigue apoyando a Maduro.   

Lo que más llama la atención, para vergüenza de Colombia (porque, quiérase o no, Petro representa legalmente a Colombia, y su proceder es acuñado a Colombia entera), es que Petro sigue en la defensa de su amigo, y de su régimen canalla, que masacra a un pueblo tan querido como el venezolano.

“Pelar el cobre” es una vieja expresión coloquial, muy utilizada en Colombia, para  referirse al momento en el que una persona, luego de pasarse la vida entera reprimiendo sus intenciones últimas, deja ver su verdadera condición: Petro dice pasarse la vida defendiendo al pueblo, pero hoy no defiende al pueblo de Venezuela, asesinado, encarcelado, con hambre, sin empleo, lleno de miseria y con 8 millones de ellos en el exilio. Ahora, a Petro no le importa que lo señalen de ser el único en América, al lado de tiranías probadas como Nicaragua y Cuba, que defiende al masacrador del pueblo venezolano.

Petro dice defender las democracias, pero insiste en desconocer las elecciones de Venezuela, donde, probadamente, el pueblo votó 70 % a favor de la democracia y 30% por la dictadura; Petro se niega a reconocer que Maduro es un tirano, cuando ayer, 50 países del mundo propiciaron marchas contra el régimen de Maduro, y sus presidentes piden con vehemencia la entrega legal del poder que le corresponde a Edmundo González.

Petro dice querer un “orden con justicia”, pero sus parientes y colaboradores huyen de ella y pide una salida negociada para el tirano, burlando así a la justicia misma que ya le puso precio a la cabeza de Maduro.

Petro dice encarnar una lucha frontal contra la corrupción, pero pretende desconocer el fraude electoral más vulgar de la historia reciente , al pedir ante el mundo entero, sin vergüenza alguna, nuevas elecciones, desconociendo así el aplastante triunfo del pueblo en cabeza de Edmundo González y Corina Machado.

Sin duda, Petro peló el cobre y, sin ser pitoniso o pariente de Pythia, ya sabemos para dónde va y cual su desgraciado final. Lo sabe García Márquez, y lo sabe el venezolano Rómulo Gallegos, entre decenas de escritores, que no nombro, por consideración con el paciente lector del Reverbero de Juan Paz.