14 octubre, 2025

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Orgullos y vergüenzas

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Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez 

Resulta cursi, un tanto absurdo y bastante inútil escribir aquí que el domingo en Miami, la derrota de la Selección Colombia de Fútbol ante su homóloga de Argentina fue en realidad un triunfo. Aunque para apalancar esa proposición, apoyada, de pronto, en aquella incomprendida frase de Francisco Maturana cuando eliminaron al equipo nacional del Mundial USA 94 (“Perder es ganar un poco”), hay muchos argumentos. Reales. Como que tuvimos los mejores equipo y jugador del torneo, que hacía mucho tiempo no veíamos un nivel tan alto en el desempeño del conjunto (con jugadores todos de talla internacional que despliegan talento en los mejores oncenos del mundo) y que es plausible y convertida en un prolongado invicto la dirección técnica de Néstor Lorenzo. 

Eso sería lo bueno. Tal vez, lo objetivo. Lo cierto. Y luego de elevar esa cometa, podríamos colgarle de la cola, un largo rosario de especulaciones. Justificaciones, mejor. Aquello del penalti que no pitó un árbitro que se cargó del lado gaucho, los intríngulis de la Conmebol en los que tiene un peso específico la AFA, la roñosa manera de jugar de los argentinos (las desesperantes pérdidas de tiempo del “Dibu” Martínez en los saques de portería, por ejemplo, y la escenificación teatral en las faltas, que parecen entrenadas en el Colón). Y luego, cada cual puede sacar de su alforja personal todo tipo de consideraciones, que, al fin y al cabo, eso también es el fútbol: la usurpación individual de un acto colectivo. 

También se pueden descargar de la filosofía universal y del repertorio copioso de la autoayuda, lo que todos sabemos. Que lo importante no es ganar sino luchar. Que pierde quien se rinde. Que la cuestión no es si te derriban sino si te levantas. Que lo que diferencia una derrota de un fracaso es la experiencia que se saque de ella. Y hasta del estoico Séneca extraer máximas, que ni para qué les cuento: que a través de lo áspero se llega a las estrellas, admira a quien lo intenta, aunque fracase, y que tanto más crece el esfuerzo, cuánto más consideramos la grandeza de lo emprendido. 

Solo que, en el fútbol, como en la vida, como en el amor, como en tantas andaduras, hay que aplicar el principio de realidad: perder es perder (“Es una jartera perder”, escribe Meluk). Hay un ganador y punto. Hay quien mete los goles y quien los ve hacer. Y Argentina con sus experimentados jugadores estampilló su planteamiento canchero del partido, metió el gol y ganó. Capítulo cerrado. Y vamos para el próximo mundial, la siguiente Copa. 

El domingo hubo algo más. Positivo. Hemos cambiado la narrativa de la derrota. Leí un interesante ensayo de Juan Camilo Rúa – Serna (año 2021) sobre cómo contamos la debacle en el Mundial Italia 90. En aquella eliminación las miradas, los señalamientos de culpa, cayeron sobre René Higuita, por la ingenua jugada ante Roger Milla, que nos llevó a la pérdida ante Camerún y a la eliminación. Cuatro años después, en los Estados Unidos, los verdugos cayeron sobre el buen Andrés Escobar y esa historia es muy triste y luctuosa como para repetirla. 

Hemos superado ese abismo. Ya no vamos por esa trocha de infamia que conduce a la estigmatización de verdaderos profesionales del fútbol, nuestros grandes jugadores. ¿Quién no está hoy orgulloso de ellos? ¿Quién no reconoce la grandeza de este equipo, la brillantez de su juego? ¿Quién podría desalentarse sobre el futuro del balompié nacional y negar que hay un camino esperanzador y fructífero? 

Quiero hacer un paréntesis sobre porqué no se hizo una recepción multitudinaria y de homenaje y reconocimiento a esta gran selección. Cuando más lo merecía. Ahí entra la idiosincrasia nacional. Cuando el lunes había sido declarado “Día Cívico”, para cumplir ese propósito y para la locha, claro, siempre tan bienvenida, la Federación Colombiana de Fútbol informa que la selección fue desconvocada la mañana de ese 15 de julio, porque los jugadores ya se encontraban en su período de vacaciones (Estatuto del Jugador de la FIFA). «Nos permitimos aclarar que no se ha organizado ningún recibimiento especial o evento en Bogotá ni en ninguna ciudad del país«, declaró la FCF. Lo cual no era cierto, pues en Bogotá, por ejemplo, la alcaldía había dispuesto a sus organismos de seguridad para tal efecto. 

Es decir, el día que SÍ debemos homenajear y tenemos motivos para tributar reconocimientos a nuestros jugadores, pues, NO. Por el contrario, los embarcaron en un vuelo nocturno que llegó furtivo a Bogotá, castigándolos con la vergüenza del anonimato y la intrascendencia. 

También hay razones para comportarse así. Estamos involucionando como sociedad. Como ecosistema. El saldo del domingo previene sobre las consecuencias de las manifestaciones exaltadas en la sabana del Zipa: cuatro muertos, 25 capturas y 1200 comparendos. Cómo dejaron el Parque de la 93. La brillante presentación del equipo puede ser utilizada por el político para levantar simpatías. Mejorar encuestas. Atribuirse réditos. La demagogia y el populismo acechan siempre el momento de idolatría popular. Por ambas situaciones, ¡qué vergüenza! ¿Prueba teleológica de la descomposición del país? ¿Por eso hay quienes aseguran que afortunadamente ganó Argentina? 

La ignominia ha caído sobre los colombianos en proporciones más grandes que el reconocimiento que merecía el equipo nacional, por los hechos acaecidos antes del partido en el Hard Rock Stadium. Sobre el asunto hay dos versiones, en la mitad de las cuales debe estar la verdad. Que nos comportamos como unos bárbaros, vandalizando el recinto e irrespetando las normas, como si hubiéramos trasplantado la Primera Línea al suburbio de Miami Gardens. Las imágenes muestran los desmanes. Sin atenuantes. Y solo enfocan a las camisetas amarillas como protagonistas de la tropelía. Ah, y los atuendos carcelarios y naranja del presidente de la FCF y de su hijo detenidos y reseñados en Miami. 

Pero curiosamente, personas que estuvieron allá ven otra cara de la luna. No éramos únicos en la pelotera. Había gente de otras nacionalidades. Quienes compraron boletas a costos astronómicos sufrían el pasar de las horas y la cercanía del comienzo del partido, desencajándose y desfalleciendo a 35 grados y sin avanzar en el tumulto. La organización fue deficiente, incapaz de implementar los mecanismos mínimos de control y seguridad para estos eventos con públicos de cultura diferente a la norteamericana. Y comportamientos universales como la reventa. Creo que ahí juegan un papel crucial la Conmebol y la FCF. Contaba mucho aconsejar y seguir protocolos locales como los de El Campín, digamos, anillos de seguridad y cierres, para no dejarle toda la presión de la entrada masiva al personal encargado de las máquinas, que no podía solventar ese asedio inmanente. Pero allá son así. Solo basta observar los dislates de seguridad en torno al atentado a Donald Trump. Las autoridades del estadio le tiran la pelota de la responsabilidad a sus pares locales, a la Conmebol y a la Concacaf y ellas se la devuelven de taquito. 

Así que, como en la canción de “Los graduados”, ese muerto no debemos cargarlo solo los colombianos, nuestro deteriorado prestigio, la mala fama que nos acompaña por el mundo. Ni la costumbre atávica de autodestruirnos. No tiene sentido en una noche donde jugó una de las mejores selecciones de nuestra historia futbolística y el espectáculo central le correspondió a la cantante colombiana más famosa de todos los tiempos. Y, además, cuando hubo colombianos y argentinos honestos y decentes, a quienes el valor de la boleta para ellos y sus familias les costó un ojo de la cara. Y que no pudieron entrar. 

La cabeza se calienta frente a hechos como los del domingo. Y las redes sociales incineran las pasiones como el fuego del infierno. Arden. Pilas con el licor. Los que deben dar explicaciones, que las den. Ojalá saquemos lecciones de esta gran experiencia, las pongamos en práctica y miremos porqué desde tantos frentes, comenzando por la organización, les fallamos a estos muchachos heroicos. Porque, como escribió Séneca: “No hay viento favorable para el que no sabe dónde va”.