
Por Carlos Gustavo Álvarez
Me llevaron a ver la lucha libre la noche de un sábado que recuerdo cerradamente oscura, nubosa, con castigos relampagueantes de esa llovizna tan terca y bogotana que calaba los huesos sin piedad. El jeep bajó por la calle 26, tan ancha y bonita a los ojos de un niño de los 9 o 10 años que tenía yo en el último lustro de la década esplendente de los años 60.
Pasamos por la fábrica y almacén que yo recuerdo como de Camacho Roldán y Artecto, que era un ícono urbano en la carrera 36. Nos desviamos no sé por dónde hacia el Centro Nariño (no recuerdo si entonces ya existía el edificio donde funcionó Hielorama, frente a Universidad Nacional, en la carrera 40) y nos abocamos hacia el lugar conocido como la Feria Exposición, en donde estaba el Coliseo Cubierto.
De pronto aparecimos sentados en unas gradas repelentes y la oscuridad no cedía en su pesadez, únicamente interrumpida por una luz mortecina que bañaba un cuadrilátero, huérfano en esa inmensidad.
Íbamos a ver luchar a “El Rayo de Plata”. Tampoco recuerdo con la precisión de una memoria límpida si su contrincante infame era “El médico asesino” o una momia, dos momias, que con la fiereza que envolvía sus cuerpos iban a vencer al ídolo y a arrancarle su máscara y a terminar para siempre la incógnita de su identidad.
Creo que una música de triunfo penetró la negrura.
Yo conocía dos luchadores, que reforzaban la galería donde estaba mi ídolo radial. Ya para entonces era un pertinaz lector de cuentos, así les decíamos, a esos folletines a color que insuflaban en mi mente, que era solo fantasía, personajes de humor y de aventuras sobre los que he escrito una mil y veces.
Conocía a “El Santo”, llamado “El enmascarado de plata”, porque cubría su rostro, enfrentando en su deber justiciero a los enemigos más inopinados. No tenía una vida privada como el Clark Kent de Supermán y siempre era “El Santo”, como también se llamaría una imperdible serie de TV protagonizada por Roger Moore en el papel de Simón Templar. ¿A quién no enfrentó “El Santo” cuyos cuentos siempre llevaban la firma de José G. Cruz? Cerebros del mal, espectros, vampiros, brujas, bestias y, en fin, todo tipo de engendros devastadores y diabólicos, a quienes “El enmascarado de plata” les ponía el tatequieto. Creo que lo vi en una película en blanco y negro, como los cuentos, enfrentado a “Blue Demon”, el otro héroe de mi lucha libre. Esa fue una disputa que nunca entendí, habiendo tanto enemigo de ambos por ahí suelto, y que después comprendería al observar la capciosa vida nacional: los políticos ponen a pelear a los que deberían unirse, para ellos hacer lo que les da la gana.
En fin, mis dos titanes del pancracio –que no era ningún cómico mexicano como “Viruta y Capulina”, cuyas películas degusté a carcajadas–, acompañaban al número uno en el podio de mis admirados: “Kaliman”. Muchos, muchos años después, yo le rendiría un homenaje a “El hombre increíble” que vivía en Todelar a las 5 de la tarde, y a su relación de mentoría con el pequeño Solín, en mi novela “El viaje en que se supo casi todo”.
Y es que entonces no se sabía casi nada. Para entender las cosas y averiguar el mundo, había que tener una enciclopedia Espasa-Calpe o la de Salvat (que no había aparecido por fascículos) o ir juicioso a la Biblioteca Luis Ángel Arango para concluir que el mundo era ancho y misterioso y definitivamente inabarcable. Hoy está Google para aprehender información a granel, desbordada. Y en menos de un segundo, sin desplazarte de tu celular, los datos están al alcance del dedo. Sin disculpas. Sin excusas. Con solo dos enemigos momificados a vencer: la falta de curiosidad y la pereza.
Comencemos por el pancracio. Así se denominó desde Mesopotamia hasta Grecia, al predecesor de las artes marciales mixtas, antepasado de la lucha libre por allá mucho antes del Año de Upa. Significa “Fuerza Total” y es un deporte agonístico. El objetivo de los contrincantes es reducirse, de cualquier forma, a la mínima expresión de la derrota.
“El Santo” se llamaba Rodolfo Guzmán Huerta. Había nacido en Tulancingo, Hidalgo, México, el 23 de septiembre de 1917. Peleó cuatro décadas sin rendir su máscara a nadie, convertido en un símbolo de la cultura popular mexicana y encarnando ese tipo de justicia y de defensa que lo llevó a convertirse en superhéroe (el paso del tiempo y el cambio de siglo permitiría conocer que no eran necesarios monstruos ni momias ni enemigos aberrantes, todos ellos reemplazados por la delincuencia común y el narcotráfico, que asuelan países como Colombia y México).
José Guadalupe Cruz, ilustrador y editor, lo transformó en personaje de historieta en 1952. Por el lápiz pasaron, también, “Black Shadow”, “Huracán Ramírez”, “El solitario”, “Tinieblas”, y por supuesto, “Blue Demon”. Él se llamaba, en realidad, bajo su máscara azul y plateada, Alejandro Muñoz Moreno. Había nacido en García, Nuevo León, cinco años después que su colega y compatriota afamado. Y como “El Santo” y digamos, el grande e inolvidable Javier Solís, entre muchos otros, lograría el sueño de la fama, el respeto y los oasis económicos, transfigurándose desde la pobreza a punta de trabajo y… y patadas y “llaves” de fantasía, vencedor en los cuentos y en sus películas de enemigos como el Dr. Frankestein y no de una ni de dos, sino de siete momias. “El Santo” murió en Ciudad de México, el 5 de febrero de 1984. “Blue Demon” en la misma arena, el 16 de diciembre de 2000.
La lucha libre en Bogotá, y es posible que, en Colombia, comenzó en el año fatal de 1948. Al monumental Teatro Olimpia llegaron a zarandearse “Constan Le Marin” (de Francia), Tarzán (¡Tarzán!), “Marconi” (de Italia, no Guillermo, uno de los inventores de la radio), “Sugi Chindo” (de Japón) y otros luchadores. De ahí pasó a la Plaza de Toros La Santamaría, donde mi amada María Cristina Caicedo me asegura desde su corazón que su padre la sentó a ver la lucha libre. Hubo una arena en La Sevillana (años 70) y otra en la Primero de Mayo, en donde hoy hay una iglesia cristiana próspera y boyante. Pero mi recuerdo es del Coliseo Cubierto de la Feria Exposición, en donde yo esperaba aterido que comenzara la noche de maravilla, no de saltitos y acrobacias postizas, como sería después en la era de las pantallas, sino de enfrentamientos en donde campeaban la duda y el misterio.
Entonces apareció “El rayo de plata”. Recuerdo vagamente una música triunfal entreverada con una ovación y la salida de un hombre con su máscara y su capa azules. Atlético, vencedor, justiciero. Dispuesto a hacer papilla al rudo que se le presentara. Una música tétrica, un sopor de espanto antecedieron a la salida ya no me acuerdo si de “El médico asesino” (en la cofradía de la salud luchadora también participaron “El cirujano” y “El enfermero”) o de las mentadas momias. Sea quien fuera, ganó “El rayo de plata”. Y yo me lo llevé en la memoria a mi pedestal de héroes.
Comentándole el propósito de esta nota a mi amigo del alma Germán Manga, me dijo que cuando comenzaba su carrera periodística, entrevistó a “El rayo de plata”. Se llamaba José Paipilla Pinzón. Había nacido en la vereda Toibita, en Paipa, Boyacá, y siendo joven, aun, llegó a Bogotá. No quiso ser futbolista ni torero. Decidió imantarse con el oficio de luchadores como Bill Martínez, a quien Carlos Arturo Rueda bautizó como “El tigre colombiano”, una verdadera gloria de ese deporte.
Convertido en “El rayo de plata”, pensaban que era mexicano. Mi admirado amigo Armando Plata Camacho conoce bien la historia de este luchador y forjador de empresas, que quiso llevar a los Estados Unidos su emprendimiento deportivo. Era también un hombre de radio. Alabado como “el genio de la radio musical”. En su quehacer es recordado en Radio Capital, Radio K, Ecos del Palmar, Radio Santafé y La Voz de la Sabana, de RCN. “Tenía lo que yo llamo el oído promedio, esa habilidad para saber qué es lo que las personas de un target específico quieren, en su caso, lo popular”, le aseguró Armando a la periodista Olga Lucía Martínez (que murió el año pasado por estas fechas de julio y a quien tanto extrañamos). Fue para una nota que ella escribió el 19 de enero de 2021, acerca de José Paipilla Pinzón, “El rayo de plata”. En el ring de la vida había perdido la batalla contra el Covid-19. No le habían quitado la máscara. No le sirvió la mascarilla.
Quisiera hablar de otros grandes luchadores como “El jaguar de Colombia” (de Tame, Arauca) y de tantos, muchos, que llenaron con sus máscaras o sin ellas, las fantasías de aficionados al pancracio. Pero es tarde. Todo ha terminado. Salimos a la medianoche, más oscura en el regreso de las calles desiertas, por las que pasaban esporádicos los largos y náuticos carros de la época. Nunca olvidé a “El rayo de plata”. Ni extravié en la desmemoria esa noche de lucha libre en el Coliseo Cubierto de la Feria Exposición.
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