16 noviembre, 2025

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

¡No más!

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Carlos Alberto Ospina

Por Carlos Alberto Ospina M. 

Una persona tóxica, como el moho, no se nota hasta que ha cubierto todo. En cualquier organización social, política, económica o familiar hay alguien que cree que el conflicto constante es una forma de lucidez y la armonía sinónimo de complacencia.

Para permanecer se alimenta de la contradicción y la confrontación con la excusa de demostrar carácter. Según ese credo, el trabajo colectivo y la unificación se transforman en un campo minado en el que cada paso requiere de una especie de negociación diplomática.

Habla para pontificar, oye para juzgar y actúa con objeto de dividir, porque el autoritario no discute, excomulga e impone. En este ámbito de incapacidades congénitas desorienta a la audiencia con sus vaivenes, recita en tono vengativo, sabotea cumpleaños infantiles y archiva cada cuestionamiento con meticulosa devoción.

Este agente dañino consigue impregnar una niebla espesa de desconfianza, resentimiento, ajuste de cuentas y paranoia. Así las cosas, es capaz de desplomar la productividad, de enfriar el clima emocional y de poner los proyectos a ritmo de tortuga con reumatismo.

Al principio el impacto es sutil. Un silencio incómodo en las reuniones, una pareja que deja de opinar a fin de evitar el enfrentamiento y varias ausencias para no encontrarse con el venenoso de siempre. Durante la realización de una tertulia revive las ofensas, reinterpreta gestos espontáneos y siembra dudas con precisión quirúrgica. El resultado es un entorno en permanente modo de supervivencia: afectos que se enfrían, amistades descalabradas y núcleos familiares que terminan comunicándose por señales de humo.  

El fanatismo es su brújula y la venganza el alimento espiritual. Nunca pierde, razón por la que su verdadera victoria es el caos y la fragmentación. Primero dinamita el puente y luego, se queja de la incomunicación reinante. Uno de los mayores daños que causa consiste en la erosión silenciosa que deja en los demás: la pérdida de entusiasmo, la renuncia a la iniciativa y el desgaste de aquellos que querían trabajar, crear, convivir y amar.

En el fondo, el sujeto malsano es un espejo incómodo de nuestras propias ambigüedades y miedos. La autocrítica individual y colectiva parte de reconocer que la existencia de ese personaje es producto de quienes lo toleran, justifican, imitan y, peor aún, aplauden sus exabruptos al mismo tiempo que idealizan el conflicto como motor de cambio.

Al final, el verdadero avance de las relaciones no se mide por la cantidad de batallas ganadas, más bien es la consecuencia de los vínculos que logramos construir y preservar. Si el tóxico sigue ahí, que sepa al menos que ya nadie le compra el drama, dado que la higiene emocional empieza por aprender a decir ¡no más!