
Por Carlos Gustavo Álvarez
Parado frente a la cama del Rey Felipe II, que expoliado por el ataque inclemente de la gota adaptó su habitación al acontecer religioso y al acceso a los jardines por los que gustaba divagar, me atenazó la misma pregunta que ya me había asediado en otros lugares.
Estoy en el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, y esta habitación pertenece al Palacio de los Austrias, donde la familia real se hospedó desde 1586. El Rey había trasladado la sede de la monarquía de Toledo a Madrid, en 1561, entre otras razones para centrar la corte en una ubicación más estratégica y para aliviar a su tercera esposa, la francesa Isabel de Valois, amargada por el clima y cansada por la opresión de las murallas.
¿Cómo podía dormir en esta cama? Tan pequeña, tan hostil, tan incómoda. La misma inquietud me agobió durante la visita a la Quinta de San Pedro Alejandrino al ver la brevísima cama donde Simón Bolívar pasó sus días postreros. Y qué decir de la rimbombante cama en la Gran Cámara del Rey en el Palacio de Versalles, que, a pesar de su ornamentación, luce refractaria para consumar, sobre todo en invierno, lo que hoy conocemos como “dulces sueños”.
Hay una gran falacia en esa apreciación. Y es ver la historia de ayer con los ojos de hoy. Porque una de las muchas transformaciones radicales que ha vivido el mundo, especialmente después del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando se desató la sociedad de consumo, es en la forma de dormir. Junto con la metamorfosis de las camas propiamente
dichas, la parafernalia bienhechora de colchones, almohadas, frazadas y comodines diversos, entre otros artilugios, ha convertido el acto de conciliar el sueño en una industria de fantasía, en un parque temático de la comodidad sin límite. No siempre fueron las cosas así. Por lo menos en lo que se refiere a este tópico horizontal y en el que de una forma fehaciente no todo tiempo pasado fue mejor. Es más: en la milenaria historia de la humanidad hemos pasado más tiempo haciendo honor al comienzo de la tortuosa ranchera de Cuco Sánchez: “De piedra ha de ser la cama / de piedra la cabecera”. En su carácter de mueble, la cama comenzó su historia en el mismísimo y fatuto suelo. Pila de paja u otros materiales del ambiente, a la que la elevación o las patas salvaron no solo de la suciedad sino de ser arrasadas por inundaciones o de convertir al durmiente en víctima de tanto personal ofídico o de otras procedencias venenosas que andaba por ahí. Cómo se le fueron sumando a ese rectángulo primigenio la cabecera y los parales, agregando baldaquinos y tapices sofisticados, configurando el célebre y posterior somier, es un cuento largo desde que se advierte algo que se pueda llamar “cama” en la historia humana, hace cerca de 200.000 años. Y si bien hay mucha tela que cortar en lo relacionado con la ropa de cama, que suma los ornamentados cubrelechos y ya va por la cobija térmica eléctrica, vamos a meterle el diente a dos elementos cardinales en las nociones de sueño, descanso y reposo que nos asisten mientras seguimos arañando el siglo XXI: la almohada y el colchón. Desde la etimología, en la que, como en el amor, los comienzos siempre
son bonitos, almohada, claro, proviene del árabe que enriqueció la península ibérica durante siglos de islamización que los Reyes Católicos frenaron en Granada, aunque su legado fértil quedó para siempre en suelo español. Su raíz refiere al acto de apoyar o descansar la mejilla, dormir de lado, como llamamos ahora, cuando también acogemos una almohada entre las piernas para prevenir las veleidades de la siempre vulnerable columna vertebral. La primera forma de almohada fue el brazo, en el que los animales se apoyaban para el descanso, muchísimo más antes del año de upa. Para bajarle los humos al homo sapiens que cree haberlo inventado todo, hace hijuemil años los simios establecieron en los árboles donde la pasaban bomba, plataformas para dormir y almohadas de madera, vea usted. La imagen de una almohada de madera del antiguo Egipto revive la pregunta inicial de este texto: ¿cómo carajo hacían para dormir ahí? Aunque bien podían fabricarla para que la utilizaran los difuntos, en esa fabulosa travesía del más allá que enseñorea esa cultura de momias y tumbas fastuosas. Dato importante es saber que muchos años atrás, en Mesopotamia, las almohadas solo eran para los ricos y la relación de su número con la platica era directamente proporcional. La almohada, la elevación de la cabeza sobre el horizontal de la cama, era, además de una forma de salvaguardar el cuello y prevenir la tortícolis, un recurso, también, para mantener la de bichos que pululaban en la alcoba retirados del pelo y de todos los huequitos faciales a los que les encantaba ingresar. Aprovechemos a los insectos y alimañas para hacer más breve el cuento
y saltar a los dominios de Su Majestad el colchón, no sin antes invitar a que ustedes husmeen un poco en la evolución de la almohada, pues hay mucha y muy curiosa y muy provocativa historia desde que el mico apoyó su cabeza en el brazo hasta la procreación de la almohada ergonómica que hoy honra nuestras testas y salvaguarda nuestros lastrados pescuezos. El colchón es, sin duda, el honorable miembro de la cama. El más vistoso, el que ha cambiado la noción de descanso y reposo, el que ha llegado a niveles tan altos de sofisticación, con secretos recónditos de capas, espumas y memorias, que parece fabricado para que él duerma mejor que nosotros. No fue así al principio y vuelvo a conectar con sabandijas y musarañas. Fueron en su venida al mundo, una funda rellena de chucherías y residuos (lana, paja, hojas), en la que moraban a gusto los pequeños insectos, que plantaron para siempre la empresa Ácaros S. A., que todavía trabaja en los colchones. Los hay de plumas, de aire, de agua, de materiales vegetales, de muelles o resortes, de látex, de espuma viscoelástica (desarrollado por la NASA), y todos ellos tienen una hija casquivana en la que siempre lo ponen a uno a dormir cuando está de visita o se le hace tarde en alguna parte: la colchoneta. ¿Ha servido llegar a esas maravillas de camas, colchones, almohadas, lencería (para el hogar, digo, porque la otra, sin duda)? ¿Nos ha mejorado el descanso, prolongado el sueño, aliviado el reposo? Como en las decisiones del gobierno de Colombia: sí, pero no. La Organización Mundial de la Salud denomina “Trastornos del Sueño” a las alteraciones
en el modo de dormir, verdaderos agentes de ruina para la salud, la paz mental y la calidad de vida de las personas. Consideran los que saben que hace rato dejamos atrás el 40 por ciento que cifraba a quienes en el mundo tienen problemas para dormir. Y que hoy, en nuestro país, y según la Asociación Colombiana de Medicina del Sueño, ya van por un campante 60 por ciento. Insomnio es hoy una palabra reiterada y constituye un mal de moda, siempre asociados con la famosa enfermedad que Gabriel García Márquez reseñó en “Cien años de soledad”, cuya secuela más catastrófica, como en la vida real, no fue otra que la peste del olvido. Los medicamentos para dormir, llamados encantadoramente “hipnóticos”, se venden como pan caliente, y el asunto es tan grave que no podemos dormir ni en el Día Mundial del Sueño, que es, como todos ustedes saben, el viernes anterior al equinoccio de marzo, y debería celebrarse mullidamente por la noche. A ese panorama de catástrofe hemos agregado sin piedad la compañía nocturna de nuestro amo, el teléfono celular, torturándonos a nosotros mismos, ocupación en la que somos expertos, y alejando al sueño de cualquier posibilidad de redención. Hace poco un amigo al que aprecio y guardo en mi corazón, y cuya compañía me regala siempre el tesoro de una conversación fructuosa, me anunció la compra de un colchón que era algo menos que la octava maravilla del mundo. Digo, tan fastuoso en su precio que remontaba a millones, como milimétrico en los entresijos de su elaboración técnica. Era un último recurso para recuperar el sueño perdido, cuya devolución a niveles del mismísimo Morfeo estaba garantizada en la publicidad.
Dos semanas después, cuando nos reunimos para desgranar la comprensión de este mundo que hoy definitivamente nos sobrepasa, no podía del dolor de espalda. La ergonomía del colchón, la forma como sus memorias trabajan adaptándose a las posiciones del cuerpo, lo habían desastrado. Estaba buscando un colchón duro. Entonces hablamos del regreso al primer embeleco de descanso que el humano puso sobre la tierra, o más directamente al mismo piso, en el que mi amigo, como millones de seres humanos, también se irá en busca del sueño perdido. Y así, posiblemente, me permitirá entender cómo Su Majestad Felipe II podía dormir en esa cama.
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