Por Claudia Posada (foto)
De la clase política, los ciudadanos por fuera de ella -y sin parentescos, vínculos burocráticos o favorecimientos con contratos- pensamos que está conformada por personajes mañosos, sin escrúpulos, “vivos” y maliciosos. Obviamente los habrá con todas esas características y algunos con alguna mínimamente; en todo caso ellos no son comunes y corrientes; para estar en la jugada de su cotidianidad deben tener algún grado de malicia, de lo contrario, los sacan del camino; también, muy esporádicamente eso sí, los hay que se salen incomodos con lo que se mueve en las esferas de poder. (O arrancan con buenas intenciones y en el camino se van dañando). Para los ciudadanos del común, es claro que los dueños de las decisiones, en ultimas, son ellos. En manos de los políticos, en alguna medida, está todo lo que, a cualquier aspecto de las sociedades bajo su influencia, corresponde. Sin embargo, de ellos siempre estamos esperando más de lo que nos ofrecen.
Lo que en primara instancia esperamos es sinceridad, pero es lo que menos los adorna. Nada más verlos en campaña, sus fotos, posturas y promesas mienten. Y de ahí para adelante esperamos con desconfianza que tengan alguna voluntad de servicio. El fenómeno de hace cuatro años, cuando Daniel Quintero ganó la alcaldía de Medellín con una muy buena votación y con escasa trayectoria pública, se atribuyó al deseo de que se cambiara de tendido, probar una cara fresca supuestamente aburridos de administraciones anteriores, del equipo que terminaba mandato, e insatisfechos con sus realizaciones frente a gastos publicitarios desbordados.
Apenas sí, se acababa de posesionar Quintero Calle, arrancó un proceso de revocatoria que, sin esperar lo prudencial, fue tan improvisado que pintaba ineficacia al no proceder conforme a los requisitos. Sin duda, de una herramienta democrática mal conducida no podía esperarse buen final. Por otra parte, el ruido del proceso seguramente impidió mayor dedicación a la gestión propia del mandato. Es sabido a lo que desembocó la tirantez, los torpedos lanzados desde la oposición y hacia ésta, y cómo fue calando el malestar entre los ciudadanos que terminaron convencidos de que la capital antioqueña estaba siendo birlada por un indeseable. Y como a los políticos poco se les puede creer, es mejor -por salud mental- pensar que, ningún gobernante quiere arruinar por completo el territorio que le han encomendado. Los ha habido buenos, regulares y malitos, pero cositas buenas han hecho todos, unos más, otros menos.
Aparece entonces Federico Gutiérrez que promete rescatar a Medellín; no supimos muy bien rescatarla de qué concretamente porque no nos dio mucha oportunidad de oír sus argumentos para respaldar sus frases combativas. En cuanto a que quería ser de nuevo alcalde de la capital antioqueña para eliminar la corrupción y el odio, no hubo planteamientos claros. Referirse a personas con nombres propios y no a hechos, se presta a interpretaciones subjetivas quizá lejanas de la realidad; tal vez rescatarla de los supuestos malos manejos que hubo en manos de su antecesor; de la delincuencia común que azota a las ciudades colombianas; de la suciedad y de la contratación presumiblemente chueca que se asegura, sucedió apenas durante los últimos cuatro años, desconociendo la historia de corruptela, suena amañado.
En todo caso, así como democrática y limpiamente, ganó la presidencia de Colombia Gustavo Petro, y debe aceptarse desde la oposición con sensatez su triunfo, pero con firmeza respetuosa para confrontar con argumentos sólidos lo inaceptable de su mandato, así se quiere que la voluntad de los ciudadanos de Medellín, se respete; que no se le pongan palos a la rueda y se deje gobernar para tener certezas de su gestión, y apoyarla o criticarla sin posturas acomodadas. Por lo demás, la arrogancia, común en muchos de la clase política, se está desde ya observando, mala cosa semejante triunfalismo. Una inmensa mayoría de colombianos queremos salir de la intranquilidad que generan las actitudes poco flexibles, nada conciliadoras, ajenas a las buenas maneras, aunque haya diferencias ideológicas, aunque haya distancias partidistas, porque siempre, y a pesar del desencanto al que la clase política nos lleva frecuentemente, queremos creer que el deber que olvidaron los políticos: “Trabajar por el bienestar colectivo” pude, ese sí, recuperarse. Mentirosos por naturaleza, pero les seguimos creyendo.
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