Por Carlos Gustavo Álvarez
Se ha vuelto a hablar, aunque nunca ha dejado de transitar por las voces y las memorias de sus habitantes, especialmente de los más longevos, del enfermo acérrimo de la ciudad, su paciente más desolado: el Hospital San Juan de Dios.
El presidente informó en su tribuna de gobierno, que no es otra que su ígnea cuenta de Twitter, que estaban abiertos los procesos para restaurarlo, sanarlo, rehabilitarlo a la vida que tuvo y que devolvió multiplicada a los pacientes. La Alcaldía y la Nación comenzarían a curar algunas de sus partes inválidas –el Materno Infantil y la Casa Siberia–, para algún día continuar con otras de las 24 edificaciones en las que moraron, atendidos de urgencia, miles y millones de personas, entre ellas los sangrantes combatientes inútiles de 13 guerras civiles con las que se ha enlutado esta Patria. Ahora han vuelto al rifirrafe, un contencioso que aplazará la salvación y continuará la agonía. El 22 de agosto de 2024 se anunció la liquidación del proceso de restauración, luego de que un tercero rompiera unilateralmente el contrato entre la Alcaldía de Bogotá y la Sociedad Anónima de Obras y Servicios (Cosapa), adjudicado en 2016 por el exalcalde Enrique Peñalosa. El presidente aseguró que la estructura hospitalaria se mantendrá en pie. Peñalosa le recordó que la demolición de la arruinada y calamitosa Torre Central fue permitida en una resolución que se le presentó cuando él era alcalde y que esta no forma parte de la estructura francesa que debe salvaguardarse como patrimonio cultural. El presidente trinó: “por ahora quienes querían desaparecer el hospital público más importante de Colombia no tendrán éxito”.
Mientras se ponen de acuerdo y no se extravían en los laberintos de los anuncios vacuos para que el San Juan de Dios restaurado o demolido y reemplazado por un equipamiento salubre antes de que acabe el siglo XXI, y que terminará observando otra generación diferente de esta que se apaga, recuerdo que el Instituto Distrital de Turismo organizaba recorridos temáticos por las ruinas del hospicio.
Guiaba a los viandantes un grupo de personajes ataviados con los atuendos de ocasión, como el arzobispo Fray Juan de los Barrios, con su alba y su cíngulo, que hace 460 años creó el pionero Hospital de San Pedro, en la trastienda de la Catedral Primada.
Luego fue el Hospital Jesús, María y José. Y de la sagrada familia pasó a ser el Hospital San Juan de Dios, al que se apegaban, sobre todo, los menesterosos, las gentes pobres que siempre han sido incontables en este lar del frío y de la lluvia infinita.
Su existencia, como la más prestigiosa escuela médica de este país y de muchos otros, comenzó en 1868. Entonces, la también eximia Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Colombia se vinculó al hospital. “Esta simbiosis permitió que surgiera la afamada ‘Escuela Médica Universidad Nacional – San Juan de Dios’, donde se formaron centenares de promociones médicas de alta calidad científica, y, sobre todo, humanitarias”, recuerda el médico eminente Fernando Sánchez Torres. Escuela y hospital y los médicos en ciernes sufrieron el estertor de su clausura en 2001.
En las siguientes décadas escasas, posteriores en todo caso al momento en el que yo pasé por sus instalaciones como un párvulo desfallecido de cualquier afección de esas que les dan a los niños callejeros, el hospital se convirtió en el enfermo más doliente de Bogotá. Era el interno más crítico confinado en la UCI de la ruina, viajando con pena hacia la moribundez inefable de un gigante glorioso, contagiado de esa peste de negligencia y corrupción que nos asuela inclemente, hasta el día en que ya fue imposible darlo de alta y se quedó recluido en ese rincón de Bogotá, visitado únicamente por fantasmas, vagabundos y palomas cochinas.
Así, lúgubre y desolado como las instancias que visita La Parca, es el recorrido temático que narró alguna vez en El Tiempo Kevin Stiven Ramírez Quintero. El arzobispo hechizo, una monja, una enfermera y otros viandantes impostados guiaban con su historia sapiente a quienes quisieran vincularse a esa romería valiosa a las profundidades del cuerpo arquitectónico del hospital afligido.
Así fue mi visita, la postrera, al Hospital San Juan de Dios en la última semana de marzo o la primera de abril de 1996.
Hastiados del llamado “Proceso 8000”, que había copado todas las bocinas mediáticas del país, muchos colombianos se acogieron al llamado de Fanny Mikey para asistir al V Festival Iberoamericano de Teatro. La nómina de invitados era esplendente, mágica eclosión de 32 países, 86 compañías, 484 espectáculos y 1800 artistas que se tomaron 23 escenarios.
Uno de ellos fue el Hospital San Juan de Dios. Más exactamente el pabellón San Lucas o de los quemados, cuyo solo bautizo era diciente del dolor infligido por esta desventura, del alivio encontrado allí, seguramente, a esa némesis del fuego.
Lo había escogido como proscenio Antonio de Araújo, director del grupo brasilero Teatro del Vértigo, el más joven de la convocatoria, para la puesta en escena de una obra titulada “El libro de Job”. Un año atrás habían hecho una versión de “El paraíso perdido”, de John Milton, profanando teatralmente las iglesias y creando un bochinche de ateísmo artístico. Ahora iban por Job, ese personaje bíblico al que Dios le premia con la desgracia, luego de encontrarse con el Diablo, que venía “de rodear la tierra y de andar por ella”.
Araújo pasó varios días explorando la ciudad en busca de un lugar para su enfermo del alma, para la cita que la obra del brillante dramaturgo Luis Alberto de Abreu concertaba con la muerte, el dolor, el sufrimiento. La relación con la peste de ese momento, que no era otra que el SIDA, marcaba esa referencia a la vida del ser humano, tan finita y breve, tan opuesta a la anchura de los padecimientos que lo escarnecen sin tregua.
Fanny me invitó. Y hoy ya no puedo asegurar si juntos nos presentamos a la casi medianoche en la soledad lejana del hospital, ateridos y también expectantes. “El libro de Job” era una experiencia de inmersión en el relato, que no más de 10 actores y actrices serpenteantes llevaban hasta la agonía. Como en una procesión, los que asistimos íbamos tras ellos en las estaciones penumbrosas de ese viacrucis, sorteando huesos de animales pacíficos y lácteos esparcidos en el suelo inclemente y escuchando los lamentos que también salían de esas paredes dotadas con oídos de pena. Todo eso para que en un momento en que el demonio jugaba con el destino de aquel varón de La Tierra de Uz, agonizáramos en el centro de la trama, bendecidos y expoliados como Job, agradecidos y furibundos con el Dios que nos había llevado hasta ese infierno, junto a quien desde el tiempo inmemorial había sido reconocido como el epítome de la paciencia.
De Araújo había dicho: “No queremos hacer una obra para que, al final, los espectadores se vayan a comer pizza”.
Claro que no. “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allá. Jehová dio y Jehová quitó: bendito sea su nombre”.
Cuando salimos, la noche era tan oscura como el silencio que nos atrapó en la calle, flagelándonos cual un castigo divino.
En cuanto al hospital, habrá que tener la paciencia de aquel varón de La Tierra de Uz, hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal, hasta que cesen las disputas y se pueda operarlo de nuevo.
Si no se cae antes.
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