3 noviembre, 2025

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Lunes del ajedrez: Morir el día de las brujas

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Por Oscar Domínguez G. 

Boris de Greiff (Medellín 1930) se abrió del tablero de la vida hace 14 años, el 31 de octubre, Día de las Brujas. Su calidad y calidez humanas disfrutan del sabático eterno. A su muerte, no quiso homenajes. Cremación en el barrio de los acostados y vamonós.

Caissa, diosa del ajedrez, nos regaló al hijo del panida León de Greiff en doña Matilde Bernal Nicholls para que fuéramos más felices practicando el deporte que vino hace más de dos mil años a lomo de cobra desde la India.

Sume todos los Bill Gates que en el mundo son, y entre todos serán incapaces de inventar un juego más insólito, exigente y bello.

Nadie ha hecho más en Colombia por este deporte que quien se tuteaba con la élite mundial del que más que “un juego es una pasión”, palabras que García Márquez puso en labios de Bolívar en “El general en su laberinto”.

El maestro Boris era de los que regalaba el pez y enseñaba a pescar. Escogió la cátedra ajedrecística como una especie de apostolado. No se guardó ningún secreto. Era de puertas y ventanas abiertas.

De Greiff, casado con doña Amira Poveda Méndez, empezó a acariciar las piezas de la mano de su primo Daniel Mesa. Complementó su educación el tío Otto (1903-1995) de quien heredó su biblioteca ajedrecística y su afán por las letras. Los dos se dedican ahora al pasatiempo favorito de reproducir partidas de grandes maestros más allá del sol, en el Walhalla de los trebejistas.

La saga que vino del frío

“No hay De Greiff rico, ni bobo, ni  godo”, solía decir, cuando se le salía el mamagallista de antepasados suecos. A uno de ellos, el capitán de Greiff, lo encontró en 1826 en Medellín el cronista sueco Carl August Gosselman que recogió sus impresiones en el delicioso libro “Viaje por Colombia”, editado por el Banco de la República que compré en mil pesos en una librería “hagáchese” del centro bogotano.

Sostenía también el maestro Boris que todos los Nicholls colombianos como su madre, son de los mismos con las mismas. “Gens una sumus” (Somos una familia), como reza la divisa de los ajedrecistas.

La “nichollsmenta” es pariente de Mr. Edward, espléndido anfitrión del Libertador Bolívar en Honda, cuando iba camino a la eternidad.

El inglés ahorcó la soltería en 1836 y se matrimonió en Marmato, Caldas, “contra” doña Salomé Mejía Villegas, de Salamina, Caldas. El regreso a Epping, condado de Essen, su terruño en Inglaterra, se quedó enredado en estos pagos por cuenta de los encantos de misiá Salomé.

Recordaba el memorioso Boris, bisnieto de Mr. Nicholls, que Bolívar dedicó sus últimos ocios a jugar ajedrez.

Y García Márquez contó que un religioso puesto ad hoc por Dios, Sebastián de Sigüenza, le prestaba a Bolívar “una ayuda encubierta.  El fraile aceptó de buen grado, y lo hizo bien, dejándose ganar al ajedrez en las tardes áridas en que esperaba a los enviados de Urdaneta”.

Agrega en su novela que el caraqueño incluyó el ajedrez “entre los juegos útiles y honestos que debían enseñarse en la escuela. La verdad es que nunca persistió porque sus nervios no estaban hechos para un juego de tanta parsimonia y la concentración que le demandaba le hacía falta para asuntos más graves”.

Por cierto, los Nicholls que en Colombia son, no le perdonan al Nobel de Aracataca que en su obra no identifique al anfitrión de Bolívar en las minas de plata de Santa Ana. El crédito lo encontraron en las memorias del general Posada Gutiérrez. Desde entonces, los Nicholls exigen que se les tenga por anfitriones excepcionales. (Otra descendiente de Mr. Nicholls, Marilú, quien ya no nos acompaña, heredó el ajedrez de su antepasado).

La larga noche de ajedrez

De Greiff era el único colombiano que podía contar que el Nobel García Márquez cubrió para El Espectador las tres partidas que le ganó al pianista vienés Paul Badura Skoda, en casa de Fernando Gómez Agudelo, quien puso el vinillo, los pasabocas y música de Bela Bartok, el preferido del Nobel. La cuarta partida quedó en tablas.

El tío Otto apuntaba las jugadas e incluía a Mozart y a Bach en el menú. Años después, el vienés volvió a Bogotá, tomó desquite de Boris y regresó a las teclas blancas y negras del piano. El piano es un ajedrez acostado que suena.

“La larga noche de ajedrez de Paul Badura Skoda”, tituló don Gabo su crónica sobre el match. En reciprocidad, el pianista le regalaría a su contrario la sonata más larga de Beethoven, Hammerklavier.

García Márquez narró en sus memorias, Vivir para contarla, que le debe al ajedrez, precisamente, su primer éxito literario.

Apenas ocho palabras tiene la frase del crío que se puede considerar la primera piedra de lo que sería su Nobel de Literatura: “El belga ya no volverá a jugar ajedrez”. 

Y como en Macondo estamos, las primeras clases de ajedrez las recibiría Gabo del maestro León de Greiff, el papá de Boris, en sus visitas al célebre café El Automático cuando funcionaba en la Avenida Jiménez con quinta donde hoy “opera” un restaurante.

La obra del maestro Boris anda publicada en numerosos libros, la revista- Alfil-Dama, que salía cuando podía, y decenas de crónicas periodísticas en El Tiempo, Semana, El Espectador.

“Jaque al olvido”, (2004, editorial El Navegante) con prólogo del expresidente-ajedrecista Belisario Betancur es uno de ellos. Dice Boris en su presentación: “Permitió el destino que yo llegara a una edad provecta y por ello he sido testigo del acontecer de nuestro ajedrez durante cerca de 60 años”.

“Grandes partidas del Siglo XX (Ediciones Martínez Roca) y “Mil y una partidas” (editorial Panamericana) completan la trilogía. Este último también me lo dedicó así ( y perdón por contar plata delante de los pobres): “Para el ilustre trebejista de La América”. (Ha debido escribir Aranjuez, pero se lo perdono por haberme orientado en su momento sobre el sitio donde compraba las arepas antioqueñas para el diario consumo en un supermercado que ya no existe. Bueno, también de La América es mi primera novia que recuerdo como al primer jaque mate que me dieron).

Boris fue un apóstol de las 32 piezas. En la hermandad de los trebejistas todos lo admiraban y respetaban. No se dio nunca el lujo precario de coleccionar enemigos.  

Hoja debida

Fue ajedrecista de primera línea. El maestro internacional hablaba y escribía con conocimiento de causa. Campeón nacional a los 21 años  participó en nueve olimpiadas mundiales. Obtuvo medalla de oro individual en la de Haifa-1976 y de plata en Niza, Francia, 1974. En total fueron 65 años dedicados al ajedrez.

Su primer gran triunfo lo logró en 1946 en un intercolegiado. Jugaba para el Colegio de San Bartolomé, en Bogotá.

De la Federación Colombiana de Ajedrez quedaron de hacerle homenaje en vida, pero se lo embolataron. Luego anunciaron homenaje póstumo. Nunca llegó.

El comentarista de ajedrez de El País, de Madrid, Leontxo García, toda una leyenda de la crónica ajedrezada, reconoció en su viejo amigo De Greiff a uno de los mayores amantes del ajedrez que conoció. Y escribió, antes de recomendar por su belleza una partida que Boris le ganó al suizo E. Behnd, en una olimpíada:

“Boris entendía el ajedrez como una expresión de cultura y una forma de vida. La practicó como jugador, árbitro, periodista y escritor de libros muy interesantes (como Las 500 partidas más brillantes de la historia), siempre con una pasión contagiosa…; sus crónicas para El Tiempo, dictadas a gritos por teléfono, formaban parte del decorado habitual. Y su obra como jugador contiene lecciones magistrales…”.

Nadie más confiable que el maestro Boris como árbitro oficio para el cual también tenía su diploma. En ajedrez hablaba excátedra, como los papas. Es de los que se podía invitar a comer a la casa.

Derrotas que mejoran el currículo

A él le debo la más espléndida derrota que he sufrido. Me puso a jugar contra el excampeón mundial Boris Spassky quien me mandó a la ducha a las 28 jugadas. El ruso jugó ese día contra 30 tableros, algo tan insólito como hacer el amor igual número de veces una detrás de la otra, sin sacarle punta al lápiz.

El che Guevara fue testigo de una partida que jugaron en La Habana los dos Boris. Ganó quien se separó de su primera mujer rusa alegando que en el amor eran alfiles de distinto color.

El cultísimo De Greiff le subió el nivel al ajedrez colombiano. De ñapa era una caja de música hablando de literatura o música. No en vano creció al lado de los intelectuales que asistían al bar El Automático, donde su padre, León fue siempre el más encopetado de los clientes. Y de los patos.

“Jugué con Filidor a los escaques, en escaques soy ducho, y en las damas un hacha”, se jactaba el maestro León, quien no en la realidad no era ni lo uno ni lo otro.

Lo decía su hijo. Nunca sobra un recorderis por un caballero dentro y fuera de los 64 escaques. El mundo ajedrezado derrama una agradecida lágrima en memoria del vástago de Beremundo. (Publicado inicialmente en El Tiempo).

 Los de Greiff, futbolistas (Foto y texto tomados de la revista El Malpensante)

La fotografía fue tomada en 1950, en el barrio La Soledad. En esa época, en la calle 39 con carrera 19 –por donde pasaba el trolley–, el barrio apenas estaba despuntando y por ello muchas manzanas aún eran potreros donde se podía jugar fútbol. Allí solían reunirse León [de pie a la izquierda] y Otto de Greiff [arrodillado a la derecha] a jugar un picadito en compañía de sus hijos y sobrinos: Hernando Arias [de pie al centro], Hjalmar de Greiff [de pie a la derecha], Boris de Greiff [de rodillas a la izquierda] y Gustavo Arias [agachado en el centro]. Respecto al talento futbolístico de León de Greiff, el fotógrafo responde: “Por lo menos se remangaba los pantalones”. Nótese que ni siquiera para jugar fútbol, el poeta antioqueño dejaba de lado su cigarrillo.