20 junio, 2025

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Lovaina, el barrio del deseo 

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Por Oscar Domínguez G.

Muy pinchaditos esos muchachos de la vieja guardia del Barrio Santana, vecinos del viejo Lovaina, en la zona nororiental de Medellín. Han hecho hasta para vender, pero prefieren hacer la bulla callados.

Para empezar, ¿de dónde sino del Barrio Santana salió el mejor tallador de la comarca, el Botero de madera de la nororiental? Se llamaba Jorge Bustamente. Hacía tan bien sus tallas que sería abuelo de Ricardo Bustamente, el mejor bailador del ballet clásico que ha dado Colombia, figura del ballet de Nueva York.

Además, el mejor tiplista de la época, años cuarenta-cincuenta, era de allí y se “intitulaba” Arturo Villa.

El Santana dio los mejores colegas de San José. Fueron carpinteros, o sea, poetas con las manos, los maestros Pedro Pablo Vélez, Enrique Ortega y su hijo “Pimponcho”, Félix Gómez y su hijo Alberto, Miguel Zapata, Mario Hernández “El Ñato” y “Gulli”.

Los boleristas son los editorialistas del amor. Pues Santana los ha tenido, excelentes. En esa cofradía de cantantes figuran Gustavo López, José Luis Escobar, Jorge Ochoa, Hernando Muñoz, Conrado Cortés y mi fuente y amigo de altísima infidelidad para esta nota, Jaime Hernández Sáenz, compositor y cronista de su barrio.

El fallecido Jaime, eterno play boy, cantó con el célebre Quinteto de Álvaro Dalmar. Encantó con su voz en la que nunca se oculta el sol. (¿Dónde andas, Jaime?).

En Santana no inventaron el fútbol, pero le dieron estatus en una célebre manga. De esos peladeros salieron Israel Echeverri, “Irra”, sus hermanos Nando y Guillermo, y su primo Héctor “Canocho” Echeverri. El mejor de todos fue el “Petiso” Hernández, uno de los mejores 11 de Suramérica.

La célebre manga del barrio era también parque, tertuliadero, punto de encuentro de novios tímidos, universidad, iglesia, congreso, esquina, mercado de las pulgas y ring de boxeo.

Allí se daban estéticas trompadas “Pacho Loco” y “El Negro Caro”. Jamás un prosaico cuchillo salió a relucir. Imperaba la pacífica dialéctica de los puños.

Eso sí, los muchachos del Santana tenían el mejor vecindario para hacer la primaria, el bachillerato y la universidad en asuntos sexuales: el barrio Lovaina, una especie de Caguán o Ralito con permiso para sí fornicar. Los demás habitantes de Medallo tenían que caer allí a hacer lo mismo, salvo que quisieran llegar intactos al matrimonio.

Desde 1921 Lovaina comenzó a llenarse de mujeres de vida generosamente horizontal que hicieron su perestroika sexual para dar el grito de independencia doméstico y procurarse su subsistencia. Y de paso, practicar la obra de misericordia de enseñar al que ignoraba el abc del sexo.

En los años treinta, la crisis mundial se sintió en Lovaina adonde llegaron, como nunca, mujeres especialmente campesinas, que hicieron de los amores fugaces su “modus comiendi y superandi”.

Los del Barrio Santana perdían la virginidad en brazos de Lola, la Polla, la Uribe, la Siete Pelos, la Pintuco, Honoria o la Bizca Altagracia. Algunos, como Jaime Hernández, llegaron tan sardinos, que tenían que disfrazarse de adultos para que los porteros les permitieran entrar.

Jaime pagaba en especie, con su pinta y su voz privilegiadas. A les feitos sin voz y sin voto, nos tocaba, perdón, les tocaba pelar cocos con la uña, pidiendo tarifa de estudiantes… Al fin y al cabo, en ese tiempo, a nadie se le ocurriría decirle a la novia, con el juglar Juanes: “Dámelo, dámelo, dámelo…”.

De todas formas, ellas tampoco lo darían. Y algo había que hacer para perder la virginidad, o para pecar por fuera de las epístolas de san Pablo o san Pedro, menos taquillera.

Detalles del viejo barrio del erotismo, los cuenta Jaime Hernández en su libro “Lovaina, el Barrio del Deseo”, donde ejerció durante 12 años. En su obra, de la que he tomado la materia prima para esta nota, narra múltiples historias paralelas. Así como del cuero salen las correas, de cada una de ellas se podría hacer un cuento, una novela, una película, si los víctorgavirias así lo deciden.

El libro de Jaime encantó de tal forma a la intérprete y compositora cartagenera Amelia Gómez, que le compuso una bella canción (Lovaina) en ritmo que oscila entre el flamenco y el jazz. En compañía de Amelia y de Jaime Hernández la escuchamos una tarde en casa del cronopio bogotano Ignacio Ramírez:  

“Lovaina: beso de la noche al amanecer, de belleza triste en una tersa piel, caricia y miseria en cuerpo de mujer… Lovaina, la de alegre risa y amarga verdad, donde convivieron lujuria y maldad, feliz amalgama de guerra y de paz”.

Se las traían y se las traen estos muchachos del Santana que siguen vigentes a través de la nostalgia que Jaime Hernández ha querido perpetuar en su libro de portada verde, color Atlético Nacional. La crónica sobre su barrio viene con fotos para que el testimonio de sus nostalgias sea más certero. La nostalgia es de color verde.