
Por Francisco Becerra
Viajar en avión se ha convertido en una experiencia extrema. Ya no basta con comprar el tiquete: ¡Hay que entrenar!
Antes de despegar, uno debería pasar por un gimnasio, hacer estiramientos y prepararse psicológicamente para lo que viene: Kilómetros de caminata, asientos en miniatura y una botella de agua de cortesía que parece una muestra médica.
Todo comienza en el aeropuerto, ese nuevo campo de pruebas de la resistencia humana. Si alguna vez pensó que un abuelo no podía hacer maratones, vaya a una terminal aérea: Los verá empujando maletas por corredores infinitos, acezando, con cara de haber perdido la fe y el vuelo.
Los trayectos a las puertas de embarque parecen diseñados por algún enemigo de la tercera edad: Kilómetros de pasillos, escaleras eléctricas que no funcionan y señales que siempre anuncian que su puerta está “al fondo, después del fondo”.
Luego viene el embarque, donde ya nadie viste como si fuera a volar: Las bermudas, las chancletas y las camisetas de propaganda son el nuevo uniforme oficial del pasajero global. A veces uno no sabe si está en un vuelo internacional o en la fila para el almuerzo de un balneario.
Una vez adentro, el verdadero desafío comienza: El asiento. Ese milagro de la ingeniería moderna que permite que tres adultos y medio quepan en el espacio que antes ocupaba un gato dormido. Mover una pierna se considera lujo, reclinar el respaldo es una declaración de guerra, y encontrar un apoyo para el brazo es un sueño de infancia.
Por si fuera poco, la generosidad aérea llega en forma de una botellita de agua de 100 mililitros, servida con solemnidad, como si fuera champaña del Himalaya. Y cuando uno pregunta si hay algo más, la azafata sonríe con diplomacia y ofrece una galleta que parece fabricada en 1998.
Así es volar hoy: Un maratón en chancletas, una clase de yoga involuntaria y una lección de humildad. Pero ahí seguimos, haciendo fila, sonriendo a la cámara del pasaporte y soñando con que algún día volverán los tiempos en que volar no dolía… ni en las rodillas, ni en el alma y, por supuesto, en el bolsillo.
Ñapa: Las máquinas para examinar los equipajes merecen mención especial: Hay que casi desnudarse, sin correa, sin zapatos y sin loción.
Ñapita: Después de un mes de viaje, pasando por aeropuertos de tres continentes, debo reconocer que las filas más largas para hacer inmigración son las de Colombia. Campeones en colas de lejos.
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