
Por Francisco Becerra
Uribe, Cadena y el juicio que huele a novela negra.
El juicio al expresidente Álvaro Uribe Vélez ha sido presentado como una epopeya judicial, una lucha entre el bien y el mal, o, para algunos, como el último gran ajuste de cuentas de la historia reciente de Colombia. Pero si uno barre toda esa hojarasca política y emocional, lo que queda es una sola pregunta, tan simple como incómoda:
¿Le pagó Uribe a su abogado Diego Cadena para que comprara testigos a su favor?
Ese es el centro del proceso. Todo lo demás —interceptaciones, peleas con la Corte, comunicados de la Fiscalía, columnas incendiarias, arengas en redes sociales, marchas con sombrero volteao y aplausos desde el exilio tuitero— es decoración de escenografía. El punto es ése: si el expresidente autorizó (o al menos conocía) que su abogado se moviera por cárceles ofreciendo dádivas y beneficios a cambio de testimonios que lo favorecieran a él y a su hermano.
Ahora bien, ¿quién armó el teatro donde todo esto ocurre? Ahí aparece Iván Cepeda, el otro protagonista inevitable. Porque si Uribe es el acusado, Cepeda es el autor del libreto. Él fue quien recopiló, reunió, grabó, visitó cárceles —con una clara agenda política—, sacó declaraciones y construyó el relato de un Uribe que había manipulado testigos para acusarlo de nexos con paramilitares.
¿Lo hizo por amor a la justicia? Difícil. Entre Cepeda y Uribe no hay desacuerdos políticos; hay enemistad: odio puro, cultivado durante años. Lo que ha habido entre ellos no es debate democrático, sino pugilato ideológico de largo aliento; un duelo a muerte, y, como en todo duelo, ambos han estado dispuestos a llegar al extremo.
Lo cierto es que Cepeda tejió la trampa con paciencia, y Uribe —o su abogado— cayó con torpeza. Esa es la escena que ahora se juzga.
Pero más allá de la vendetta política, lo que determinará el fallo es si el juez le cree al doctor Uribe cuando afirma que no sabía nada; que Cadena actuó solo, como un abogado sin control, sobornando testigos por cuenta propia, por entusiasmo o por lealtad desmedida, mientras su cliente —ni más ni menos que un expresidente— permanecía al margen, sin enterarse de nada.
¿Es posible? Técnicamente sí. ¿Es creíble? Ahí está el dilema. Porque si se acepta que un abogado puede ofrecer, a nombre de su mandante, dinero y beneficios jurídicos sin conocimiento de su cliente, se abre una puerta al mundo del absurdo.
Porque el juicio no se trata de quién es el más santo; se trata de quién cruzó la línea de la legalidad, y, sobre todo, de si lo hizo solo o con consentimiento superior.
Si el juez concluye que todo fue obra de un abogado desbocado actuando sin que su cliente supiera, entonces lo tiene que absolver; pero si concluye que Uribe sabía, entonces habrá sentencia condenatoria. Esa decisión marcará un precedente sobre los límites del poder, la ética del ejercicio político y el papel de la justicia en tiempos de polarización.
Cualquier sentencia será apelada y empieza a jugar a favor del acusado la prescripción de los delitos. Es decir, hay circo para largo.
Ñapa: ¿En qué momento el expresidente Uribe decidió contratar a un abogado conocido como el abogado de la mafia? ¿Por qué no le contó a su abogado de cabecera, doctor Granados, de esa contratación?
Ñapita: No sobra recordar que Uribe es juzgado por la justicia ordinaria, porque renunció al fuero presidencial cuando le dio por encabezar su lista al Senado. De no haberlo hecho, su proceso estaría engavetado en la Comisión de Acusaciones de la Cámara, como las de todos los expresidentes, incluido Petro. (Opinión).
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