26 septiembre, 2025

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Los caminos de la vida

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Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez

Ella irrumpió en la cocina luego de recoger los platos de la entrada en la mesa que atendía, porque su ayudante de mesero a quien le correspondía hacerlo se había esfumado como un vapor aireado. La tarde iba avanzando en el Restaurante Sette MoMA especializado en la culinaria italiana, que los propietarios de Sette Mezzo and Vico, en el Uper East Side de Manhattan, habían abierto en 1993, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.  

A esa ciudad esplendente había llegado con una provisión exhausta de 220 dólares, para seguir ejerciendo el oficio disciplinado de mesera y así poder pagar con las propinas sus estudios de periodismo, como lo había hecho en Jerusalén. En la cocina del Sette MoMA encontró a Germán, a quien correspondía la ardua y escondida tarea de lavar los platos. “Ahí está pintado” le dijo cuando ella le contó que el ayudante de mesero estaba en la parte de atrás fumando y muy fresco en la vida. 

Ella supo que esa respuesta solo la podía dar un colombiano. Un compatriota. Germán le contó que era de Bogotá, vivía en Queens, tenía esposa y dos hijas. Y que detestaba a Nueva York, sobre todo en invierno, cuando la ciudad escarchaba su glamur como “La gran manzana” y se volvía una verdadera mierda. ¿Por qué había venido, entonces? “Trabajé durante 15 años como vendedor en una cadena de almacenes que se llamaba J. Glottman, pero eso quebró y quedé jodido”, explicó Germán. 

Ella mantuvo un silencio incómodo, pensativo, recordando que decisiones que otros habían tomado los habían afectado a ambos, que ahora como lavaplatos y como mesera trataban de ganarse la existencia con dignidad, mientras avanzaban por uno de esos caminos imprevistos de la vida. 

“Me llamo Dora Glottman –-dijo ella–. Mi papá era el dueño de J. Glottman y de ICASA”. Germán, demudado, no lo podía creer. Y, sin embargo, le contó que esos años como vendedor en la empresa habían sido los mejores de su vida, que le sirvieron para vivir bien y educar a sus hijas y que varias veces había tenido contacto con el papá de Dora, quien con su familia había tenido que dejar a Colombia. Exiliados también en la nostalgia se hicieron amigos. 

Tal vez llegue tarde a esta historia que escribió públicamente Dora en “Relatto’’, la comunidad de periodismo narrativo más grande de América Latina, bajo el título “De niña rica a la mejor mesera de Nueva York”. No conozco a Dora, pero sé que es una comunicadora de prestigio nacional e internacional, que en el año 2007 volvió a Colombia –que había dejado con su familia en agosto de 1991– luego de triunfar en cadenas mediáticas importantes de los Estados Unidos. Trabajó durante 12 años como editora internacional de Caracol Televisión y BLU Radio. Actualmente desempeña esa función en el Grupo Semana. 

Me he acercado a esta anécdota del relato de Dora no solo porque me parece paradigmática y ejemplar, sino porque no he dejado de pensar en J. Glottman S.A. Mientras escribía la nota “Recuerdos de un televidente precoz”, muchas veces circuló por mi memoria el almacén de la Calle 24 con Carrera 13. Pensé, incluso, que el televisor Emerson o la nevera Philips que llegaron como funcionalidades salvadoras al apartamento donde vivíamos habían sido adquiridos en ese epicentro de ilusiones fundado en 1932 por Jack Glottman, el abuelo de Dora. Era un emigrante rumano que había hecho un periplo por Barrancabermeja con el negocio asqueroso, como a él le parecía, de vender pieles de cocodrilo. Se fue para Bogotá y montó el almacén “La Casa del Radio”, en San Victorino, y sacralizó un método herético para la época: la venta a crédito. 

Hubo dos verbos que como acciones tempranas me marcaron cuando niño: callejear y vitrinear. El primero me afincaba en la realidad. El segundo me regalaba los sueños. Subía por la Calle 24, trascendía la arbolada Avenida Caracas de entonces, seguramente luego de comprar una “panelita” de leche en la tienda del señor Mora. Pasaba la 13ª en cuyo límite con la 23, donde comenzaba Telecom, quedaban la Iglesia de Las Angustias, la Plaza de Mercado y el colegio Almirante Padilla, del Doctor Vásquez y su esposa Beatriz, donde hice 3º y 4º de primaria antes de pasar al preparatorio del Colegio Mayor de San Bartolomé. De la 13ª a la 13 el comercio escaseaba y lo reemplazaban las casas simétricas y los edificios de escasos pisos, hasta llegar a la soberbia construcción en el costado noroccidental, donde operaba el almacén que presidía el letrero imponente: J. GLOTTMAN S.A. En mayúsculas. Allí operaba el segundo verbo: mirar embobado la galaxia de los artefactos siderales.  

El señor Jack Glottman había montado la que era con suficiencia la cadena de almacenes de electrodomésticos más vistosa del país. En el camino, “La Casa del Radio” trabajó con cuatro empleados, dos de los cuales eran él y su esposa Ida Finvarb Gutt, sobrina del filántropo Moris Gutt. Venían de Ucrania. Huían del ocaso del imperio zarista al que desmembraba una tromba de ira. 

Tan bien le fue al señor Jack, que en 1948 el negocio ya estaba volando. Había importado de todo (hasta campanas eléctricas para iglesias), cambiado el nombre a J. Glottman S.A. y empezado en Tunja una cadena de almacenes que se expandió hasta la Costa. Entonces trajo neveras a Bogotá, zaherido por la admonición que solo a él se le ocurría subir esos armatostes de hielo a este clima de páramo. Las vendió todas. 

Pero el 9 de abril de 1948 no podía pasar de largo. La historia cuenta que el almacén principal fue vandalizado. Entre las ruinas, un empleado llamado Manuel Salgar encontró un sobre que salvaba una esperanza de las ascuas: la plata de la nómina. Completica se la entregó a Glottman. El señor Jack la recibió y cuando lo increparon por no dar un reconocimiento, económico, claro está, a Salgar por lo que había hecho, respondió: “¿Y desde cuándo se premia la honestidad?”. Con la persistencia de él y el alma acerada de Ida abrieron tres almacenes. El siniestro año de 1948 en Bogotá marcó un récord de ventas para la compañía. 

La década siguiente, sin embargo, lo recibió con una irruptora política económica: sustituir las importaciones y forzar la industrialización. Glottman se le midió a esa y creó la Industria Colombiana de Artefactos S. A. (ICASA). ¿Quién iba a comprar una nevera hecha en Colombia? El señor Jack transformó la vergüenza en orgullo: ICASA, hecha en Colombia. Se convirtió en la nevera de los hogares nacionales. Con una garantía que se haría patente en el eslogan de la cadena: “J. Glottman, nuestra firma respalda su compra”. 

Jack Glottman murió el 3 de noviembre de 1959. Su hijo Jaime, el papá de Dora, con 22 años, se encargó de los almacenes. Su hermano Saulo, de 24, se echó ICASA al hombro. Un artículo de mi amigo el periodista Hermógenes Ardila, que rescato del archivo de El Tiempo, señalaba en enero de 1991: “La cadena Glottman tiene ahora algo más del 20 por ciento del mercado nacional de electrodomésticos. En 1970 inició exportaciones a Centroamérica y el Caribe, y luego, durante una época a Estados Unidos, Hong Kong y Taiwán. En 1990 las ventas de la compañía al exterior sumaron 4.5 millones de dólares y este año se espera llegar a 9 millones de dólares. La empresa cuenta hoy en día con noventa almacenes en todo el país y 4.500 empleados directos, de los cuales 2.000 son vendedores. Tiene su propia entidad de intermediación, la Compañía Financiera Comercial, ensambladoras de neveras, lavadoras y productoras de motores para la línea blanca”. 

Ese año, 1991, a pesar del panorama brillante en que navegaba el Titanic de las compañías, fue también el comienzo del naufragio. Otro buen amigo, el periodista Héctor Mario Rodríguez, con su profesionalismo de sabueso siguió el caso del iceberg que malogró la odisea Glottman. Descubrió manejos inexplicables y una captación ilegal del dinero. El éxito en el escenario fue sustituido por el escándalo entre bambalinas. Jaime Glottman, su pareja, su hijo y sus tres hijas salieron del país. 

Para Dora, la construcción de la fábrica de ICASA, en un espacio de 40.000 metros, se financió con préstamos y afectó a la cadena de almacenes. Colgadas de créditos costosos, y con la promesa fallida de exportar a los países del Pacto Andino, las compañías se precipitaron en una única deriva: la iliquidez. “El fantasma de la deuda persiguió a mi papá hasta que lo alcanzó –escribe Dora–. Las compañías dependían excesivamente de préstamos de particulares, lo cual era legal en su momento. Sin embargo, ese tipo de captación fue prohibida dejando a todos los que estaban involucrados en una súbita condición de ilegalidad. Eventualmente, las empresas fueron liquidadas, causando enorme perjuicio a muchísimas familias colombianas”. 

Muchos años después volví a pasar por la esquina de la Carrera 13 con Calle 24, diagonal a la sede de “Foto Preciado”, que exhibía sus imágenes de estudio como cuadros de galería, de camino a un centro de la ciudad que ya no era mío, ya no era el de mi infancia y ni el de la etapa germinal de mi adolescencia. El brillo de J. GLOTTMAN S.A. se había convertido en la adustez de la Universidad Incca de Colombia. Con el almacén extinto se esfumaban los recuerdos del primer electrodoméstico que compraron allí muchos habitantes raizales de la ciudad o los primeros de la ola de inmigrantes que subieron a convertir el páramo nubado en la capital de todos. 

Como cantó el fallecido Omar Geles: “los caminos de la vida / no son como yo pensaba / como los imaginaba / no son como yo creía”. Y tal vez eso fue lo que sintieron Dora y Germán cuando se encontraron en la cocina del Restaurante Sette MoMA enfundados en sus delantales distintivos y supieron que venían de la misma desdicha. Pero que debían confiar en Dios, que no los iba a dejar sufrir pruebas más duras que aquellas que podían soportar.