29 marzo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Los caminos de la memoria

Joan Manuel Largo Vargas 

Docente de Historia Eafit 

Decir que somos un país sin memoria es ya un lugar común. Una obviedad. Cada vez menos, sin embargo, hay voces que señalen los efectos nefastos de esa falta de memoria, de la ausencia de sentido común que se le suma a este extravío nuestro. Difícilmente hay registros de la magnitud de ese obrar a ciegas que parece caracterizarnos. Y eso es lo que implica Los sordos ya no hablan: una impresionante asomada al abismo profundo que nos amenaza en cada uno de los días de este rincón del mundo, y un recuerdo de la terquedad señera que muchos esgrimen como virtud. No es una simple crónica sobre el desastre de Armero, en el aciago 1985. Es una novela fascinante en la que se cruzan tantos hilos, que es difícil trazar una línea para separar los datos precisos de la catástrofe de esos otros pequeños caos que cada uno de los personajes carga a sus espaldas. Inoficioso, además, intentar separar esos dos niveles que confluyen en esta historia. Si se quiere, esta sería una ficción agresiva, pues ahí donde se quisieran descripciones minuciosas arrecia un vendaval de imágenes desbordadas, y en donde parece estar todo muy claro emergen detalles minúsculos, metáforas rebosantes de una sabiduría que nos llama desde lo más profundo de la memoria. 

Una risa trágica atraviesa este libro de principio a fin. Uno de los personajes, el Juez Municipal de Armero, aparece apertrechado con ese humor proverbial que ha caracterizado a la vida rural colombiana. El derroche rabelesiano de un carnaval de carcajadas sonoras, de banquetes con cerveza fría, de las virtudes de la parte inferior del cuerpo. En su primera parte, esa risa desprejuiciada y jovial profetiza, sin quererlo, el futuro cercano de una ciudad en la que “los problemas se arreglan por la fuerza de los puños o por el paso de los años”: una Colombia chiquita. 

Como en las otras novelas del autor, un reverbero de voces imprime un vertiginoso ritmo a los hechos narrados. El lector sabe, de antemano, el desenlace de la gran historia entre líneas, la del desastre mayor, pero una curiosidad creciente lleva a querer conocer esa mirada detenida, desde tantas partes tan diferentes. Así, por ejemplo, una historia de amor se intercala en estas páginas, pero no un amor común, desangelado, repetitivo o soso, sino un turbulento romance de los que sacan de quicio a los más conservadores. Encuentros fervorosos que recuerdan la fábula dulce y afiebrada de las novelas de Fernando Molano, y que al mismo tiempo evocan la poesía de este mismo escritor bogotano: un amor entre machos erráticos, salpicado de fibras tan sensibles como los versos de Jorge Gaitán Durán, o de las cartas secretas. 

La maledicencia de los pueblos, esa pacatería rabiosa que también nos da nuestra imagen de colombianos, nos recuerda los probables rumores en torno a la figura del alcalde de un municipio que desapareció por completo, de cuenta de su propia incapacidad y, antes que nada, de la sordera de sus autoridades. El alcalde, el cura párroco, el profesor, el parlante coronando una guadua como vehículo predilecto de comunicación, entonces, aparecen como el pulso remoto de la Colombia de entonces (y tan parecida a esta de ahora), en la que las pandemias mundiales difícilmente causaban miedo, y en la que la violencia recién estrenada alrededor del narcotráfico neutralizaba cualquier otro tipo de amenaza; un país en el que la vida era tan frágil, cualquier amenaza parecía poca cosa. Las búsquedas de los habitantes de este Armero de ficción muestran lo endeble de los recuerdos, nadie tiene las respuestas necesarias para encontrar una salida justa ante la amenaza del volcán. Un sopor invade a todos los armeritas, ignorados desde el centro del país. Ni el terror radial de Wells, como bien señala uno de sus personajes, hubiera roto la terca modorra de sus habitantes, y de sus distantes observadores cruzados de brazos. 

Un amor separado por el desastre. Miles de vidas cegadas en un estallido tan violento como ignorado en años posteriores. Una paradoja subyace en este relato. Tal vez menos oscura para quienes nos hemos acostumbrado al “nada está pasando” que como mantra mentiroso nos dicen desde siempre los señores del poder, los del centro, los de las leyes, los que nunca terminan bajo la tierra ¿Cómo entender que uno de los desastres históricos más grandes del siglo XX, uno de los más letales acontecimientos de la naturaleza, apenas si suscite una o dos imágenes en la memoria del colombiano promedio? O peor todavía ¿Cómo ha sido posible que, algo que deberíamos tener tan presente (la desidia gubernamental, la sevicia de las autoridades, la orfandad de las víctimas, el absurdo de un no hacer nada) se haya olvidado con tanta contundencia? Las últimas páginas de esta novela tienen un ritmo ensordecedor, logran traducir, en una medida novedosa, el vértigo, la desazón, la ceremoniosa manía de hundirse en un abismo tan profundo como nuestra histórica ignorancia. 

Conocí Armero, su historia, no en un comentario familiar, no en el recuento colegial de nuestra historia, como debería esperarse. La primera referencia que tuve fue en una lectura de estudiante en la Universidad del Valle: en La historia en migajas, el historiador francés François Dosse hablaba de como los seres humanos han sido absorbidos por su temporalidad: “Su libertad se reduce a esta imagen trágica de la niña colombiana atrapada para siempre en una masa fangosa de erupción volcánica de la cual solo se la sacará para dejarla morir…”. Era un libro de 1988, traducido al español en el 2006. Era apenas un hilo del cual tirar, y en una memoria extraña, ajena.

Hace un par de años, el increíble documental de Rubén Mendoza, El Valle sin sombras (2015), me señaló el imponente exceso de descuidos y revictimizaciones que, después de 1985, perpetrara el Estado colombiano. Un alud de infamias (terrible y boba metáfora, pero necesaria). Los pocos sobrevivientes se convirtieron en parias, de cuenta de ese talento tradicional de las elites políticas colombianas. 

Leer Los sordos ya no hablan , en esta reedición, sorprende. No sólo porque sea un retorno a una memoria propia, necesaria, imprescindible. Además, implica la necesidad de estar mirando el pasado, de resistirse a los que lo quieren sepultar en un escaparate de anécdotas para olvidar. Se nos enseñó, con los relatos truculentos del Antiguo Testamento, a no mirar atrás por el temor de terminar convertidos en estatuas de sal, como la sumisa mujer de Lot. Este ensayo sobre la sordera nos obliga a volver sobre el desastre que pesa en nosotros. Algo así jamás debió pasar, por supuesto. Y todavía, sin embargo, se nos obliga a no mirar hacia el abismo, a cerrar los ojos y no hacer ni preguntar. Este libro es una invitación, finalmente, a hablar y a escuchar, al arte del diálogo necesario en la vida, y al que nos hemos cerrado durante siglos en el país de los sordos.