
Por Oscar Domínguez G.
Sin ostentaciones, debo admitir que he desempeñado oficios varios buscándole la caída al billete. He hecho mandados, adivinado el futuro y encimado el pasado. Vendí tiquetes para bus a La Pintada con conexión al autoferro. He escrito cartas de amor para novias ajenas. Mercenario sin hígado, redacté textos políticos para reclutar voticos díscolos que le dijeron no a “mi” aspirante.
He sido tendero, proxeneta de novios fugados, paseador de perros, tahúr, barman en el suroccidente bogotano, acólito, vendedor de dulces y de camisas de segunda en Fredonia. Fui taquillero en cinemas paradiso de barrio, traficante de sueños, padre de familia, peatón, contribuyente, constituyente, celador, monaguillo que se quedaba con parte de la limosna (eso se llama redistribución del ingreso. Dios no tiene el almuerzo embolatado, argumenté para mis adentros). También me las he dado de periodista y de columnista. Pero nunca había sido librero fugaz.
El asunto fue así: me acerqué a una librería ubicada en el Parque Santander en pleno centro de Bogotá a darle de comer al ojo. Los libreros ven llegar al cliente y por el “tumbao” que tiene le miden el revuelto literario. Y el bolsillo. Son el eslabón encontrado entre el libro caro y el ciudadano de la llanura. Son tan necesarios como el pan, el olvido y el agua.
En todo muerto ilustre – o no ilustre- que aparece en el periódico, los libreros ven la posibilidad de una inminente compra. Los deudos, si no son lectores, casi pagan para que arrasen con los libros. O los venden por kilos. Los libreros pescan en ese río revuelto.
Sicólogo empírico, el cordial librero que se identificò como Carlos Escobar, poeta en sus ratos de ocio, me examinó algunos segundos. En seguida empezó la ofensiva: qué libro buscaba. Retrechero, al principio lo castigué con el policía del silencio. En el amor y en los negocios si mostrás ganas, te tragan sin sacudirte. Ambos estábamos trabajando a nuestra manera.
Finalmente, le dije que me estaba llenando de ganas. ¿Cuál busca?, insistió el hombre de pelo crespo. Como hablándole al viento, respondí: «Gabriela, clavo y canela”. Para que “sepa quién soy yo” le agregué que Amado era paisano brasileño de mi primera nieta, Sofía Mo.
De inmediato, me abrumó con otros títulos del brasileño Jorge Amado. Le pedí que me mostrara la edición de “Gabriela”. Si es letra de edicto, esa que no lee un preso, no me sirve, le notifiqué de entrada. Mis ojos la rechazan y yo les doy gusto. Es el pacto de coexistencia pacífica que hemos firmado.
“No lo tengo aquí sino en la otra librería. Si quiere voy por ella. Me demoro diez minutos”. “¿Y quién se queda aquí?”. » Usted”. Y se fue, graduándome de librero sin más poesía.
Todo muy surrealista. El hecho de saber que por unos minutos desempeñaría el mismo oficio que Borges, me llenó de ínfulas. Alcancé a decirme: En adelante vas a escribir mejor. Ya tenía otra aventura más para contarles a mis nietos.
En su ausencia, no vendí un solo libro. Tampoco vendo un tamal en un derrumbe. No estoy hecho para la ardua condición de rico. La plata y la revolución se las dejo a los demás. Me contento con saber que “no tengo quejas de la ternura”. Del ahogado el sombrero.
Varios mirones se acercaron. Me cuidé de que nadie robara. En ese caso, el paganini sería yo. De pronto, un tipo con cara de retrato hablado, me ofreció una plancha. Sí, una plancha, ni siquiera un incunable hechizo.
Otro se me vino con esta perla: “Quédate con esta alhaja finísima, bacán”, y me la mostró de lejitos, con el brazo tendido hacia el suelo. Conozco el ritual. De lejos se notaba que los dueños originales de la plancha y de la joya no eran ellos. Pero es mejor ver y no preguntar, como los ascensoristas de Nueva York, según cuenta Gay Talesse en una de sus crónicas. (En el puesto que cuidaba no vi libros del escritor gringo. Los habría comprado).
Mi fugaz empleador regresó ¡20 minutos después! Ya estaba pensando cobrarle cesantías. Pero ni cuentas me pidió. Para adecentar el libro que me trajo, le había hecho la cirugía plástica con un borrador.
Me quedé con él a pesar de la letra de edicto. Entrado en gastos, me interesé por “Doña Flor y sus dos maridos”. Vino la negociación: Me pidió 40 mil por ambos. Recordando a mi padre que siempre barequiaba (=pedía rebaja) le ofrecí ¡10 mil! Partimos la «diferiencia»: quedé 25 mil pesos más pobre y dos libros más rico. Y fui librero por un rato. Que se tengan fino los “colegas”.

Pie de Foto: En la foto les leo cuentos a mis nietas. El primero en dormirse es el «abu». (ADD)
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