28 marzo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Las narrativas del odio

Jose Felix Lafaurie

@jflafaurie

Por José Félix Lafaurie Rivera (foto)

El mapa del desprecio por la vida en Colombia es extenso. Las cifras de la Policía Nacional arrojan 3.090 homicidios intencionales en los primeros tres meses de 2023, perpetrados, en su mayoría, por los más de 90 grupos criminales que operan en el país, dedicados a diferentes actividades ilegales, pero hermanados todos por el narcotráfico.

Algunos ejemplos de esta macabra distribución: En Segovia y Yarumal, Antioquia; en San Pablo, Bolívar y en Chinú, Córdoba, se cometieron 9 asesinatos por municipio, los mismos que en Codazzi, Cesar.

En Andes, Antioquia fueron 10; 12 en Ciénaga, Magdalena y en Ciudad Bolívar, Antioquia; 13 en Corinto, Cauca; 14 en Montenegro, Quindío y en Tumaco, Nariño; 15 en Zona Bananera, Magdalena; 17 en Patía, Cauca; 22 en Jamundí, Valle, y 23 en Santander de Quilichao, Cauca. Arauca, con una extensión algo mayor a la del Cesar, pero con solo 7 municipios, contra 25 del Cesar, tuvo 52 homicidios en el trimestre, 16 de ellos en Saravena.

¿Por qué este recuento? Porque siento el deber de responder a los sesgos en la reciente columna de Alfredo Molano Jimeno en El Espectador, “El paramilitarismo volvió a Codazzi”, haciendo la salvedad de que tengo un predio ganadero en ese municipio, el cual, dicho sea de paso, con esfuerzo he convertido en ejemplo de lo que puede hacer la ganadería por la restauración de la naturaleza, sin dejar de existir ni de ser productiva.

En principio, ¿por qué Codazzi?, si hay municipios con más homicidios y mayor violencia. No pretendo negar la realidad, aunque, en una revisión de medios no logré encontrar los 13 asesinatos a que se refiere la columna, ni los 15 de un diario local. Me quedo con las cifras oficiales de las autoridades.

Ahora bien, ¿por qué la apurada conclusión sobre los perpetradores? Un panfleto al lado de un cadáver, cualquiera lo pone y, por tanto, no se puede asumir lo “presunto” como verdadero, cuando las autoridades manifiestan no tener nada claro. Hay indicios de la expansión del Clan del Golfo, que no tiene en Codazzi mayores intereses, pues allí no hay coca, aunque pueda haber ya violencia microtraficante, pues su población (59 mil habitantes en 2018), contra lo que afirma Molano, ya no cabe en la Plaza de Bolívar. De hecho, la mayoría de los asesinatos ocurrió en barrios de invasión.

El gran sesgo, sin embargo, está en el concepto de paramilitarismo, central en las narrativas de odio que tantas vidas le han costado al país. El “para-militarismo”, que existió efectivamente, como formas de asociación ilegítima entre grupos de autodefensa y militares para combatir las guerrillas comunistas, se desmovilizó durante el gobierno Uribe, como bien afirma Molano, aunque, a renglón seguido, sale con que “nunca se acabó. Solo se transformó”.

Transformarse es convertirse en otra cosa; ¿en qué se convirtió el paramilitarismo? En mafias narcotraficantes, así el Clan del Golfo pretenda lavarse la cara con la absurda autodenominación de “Autodefensas Gaitanistas de Colombia”, y algunos “formadores de opinión” insistan en “deformarla”, resucitando demonios donde solo queda uno: el narcotráfico.

El escrito de Molano hace honor al nombre de su columna: “Hojas sueltas” pegadas con un sesgo obsoleto y mucho de intencionalidad. No es un secreto que, gracias a las narrativas del odio, en el subconsciente colectivo quedó una asociación nefasta: paramilitarismo – ganaderos, un estigma injusto frente a la realidad de más de 600 mil colombianos dedicados a la noble labor de alimentar al país.

Flaco favor le hace a la paz todo aquel que dice defenderla, mientras se obstina en alimentar narrativas de odio que han enfrentado a los colombianos durante décadas.