
Por Juan Guerra
En la era de la información instantánea, la sanción social se ha convertido en una herramienta poderosa en la lucha contra los políticos de dudosa reputación.
Cuando la justicia parece vacilar y los presuntos corruptos evitan las consecuencias legales, los ciudadanos asumen un papel activo y expresan su repudio públicamente.
Un ejemplo reciente de esta tendencia es el caso de Daniel Quintero, exalcalde de Medellín, quien enfrenta numerosas acusaciones de supuestos actos corrupción. A medida que los hechos salieron a la luz, los ciudadanos, cansados de la impunidad, decidieron tomar medidas. Tras una jornada electoral que marcó un cambio en la ciudad, varias personas se dirigieron a la casa de Quintero para expresar su indignación.
Estas personas, levantaron sus voces y e hicieron sonar las bocinas de sus vehículos cerca de la vivienda del exalcalde. Rápidamente los videos inundaron las redes sociales. Abuchearon y gritaron consignas, enviando un mensaje claro: el deterioro institucional de Medellín no será tolerado y los responsables serán señalados socialmente.
Es innegable que los ciudadanos tienen el derecho y el deber de señalar la corrupción y la incompetencia, exigiendo responsabilidad y transparencia a quienes ocupan cargos públicos. La cancelación social, en su esencia, es una expresión colectiva de indignación frente a la falta de acciones judiciales y administrativas concretas por parte de los órganos de control que han dejado a Medellín y sus ciudadanos solos en esta batalla. Pero, ¿hasta dónde podemos llevar esta forma de protesta sin cruzar la línea hacia la violencia?
La impunidad perpetúa la furia de la población, y la sanción social puede parecer la única válvula de escape. Sin embargo, esta venganza pública puede conducir a un ciclo interminable de hostilidad y desconfianza. Cuando la sociedad se convierte en juez y verdugo, se erosionan los cimientos de la empatía y la comprensión mutua.
La intolerancia reemplaza al diálogo, y el peligro radica en convertirnos en lo que combatimos: en un sistema sin justicia y en una sociedad dividida.
En Medellín se demostró en estas elecciones, que la democracia no termina en las urnas; se extiende a la participación activa y vigilante de sus habitantes. La gente llama a la rendición de cuentas y envía el mensaje de que los políticos son servidores públicos, responsables de sus actos ante su pueblo.
Estamos en una ciudad donde la impunidad y la falta de justicia es evidente. Por esta razón, enfrentar esta situación requiere más que la ira desenfrenada. Requiere empatía, educación y un esfuerzo colectivo por reconstruir un sistema que pueda restaurar la fe en las instituciones encargadas de impartir justicia.
Solo entonces podremos superar el peligro y avanzar hacia una Medellín donde la sanción social se convierta en un recuerdo del pasado, no en una amenaza para nuestro futuro.
Más historias
“Colombia no elige emperadores ni mesías”
El de María Corina, un Nobel merecido
Crónica # 1226 del maestro Gardeazábal: Eurípides