24 abril, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

La sociedad de la ignorancia

Jairo Osorio

Por Jairo Osorio Osorio 

A raíz de los últimos hechos políticos mundiales, hace poco menos de un lustro un filósofo europeo escribía en alguna revista sobre cómo cada vez más gente ignorante estaba eligiendo más gente incapaz. Se dolía, particularmente, del caso de Trump y de otros dirigentes que devinieron en dictadores perfectos y crueles. 

La anotación no era para que pasara inadvertida. La gente comprendía bien aquella aserción escabrosa. Estábamos entrando, se concluía de su reflexión, en un período harto peligroso de la historia: la elección de gobiernos por las masas irreflexivas, fáciles de manipular y llevadas al odio contra quienes no actuaran o pensaran como ellas. El crecimiento demográfico desmedido, la falta de educación o la seducción de falsos mesías que convidaban a un bienestar dudoso, aparece decidiendo el futuro de otros millones de personas que, por negligencia, comodidad o desconocimiento de lo que acontece a su rededor, dejaban las determinaciones en manos de los más incompetentes e irresponsables. El resultado era, entonces, la aparición de regímenes ineptos, de ególatras dictatoriales, aislados de cualquier realidad y predispuestos al crimen contra aquellos que osen criticarlos o voten en contrario sus políticas. Los ejemplos en las primeras páginas de los periódicos y la TV son múltiples, diarios y aterradores. En el Continente, y en los países asiáticos y africanos. En Europa menos por su ilustración y tradición crítica, pero no se crea que no faltan allí las muestras de esos patrones despóticos. Cinco mil años de historia no han enseñado nada a los hombres. Repetimos, sin cesar, las ignominias de los malos pelotones. 

“El crecimiento demográfico está produciendo una situación de incertidumbre sobre nuestro futuro en el planeta”, escribe Eudald Carbonell Roura, en el prólogo a la Sociedad de la ignorancia, recopilación de ensayos de Antoni Brey, Daniel Innerarity y Gonçal Mayos, que constituyen la síntesis lúcida de nuestro comportamiento social como especie. [“La sociedad de la ignorancia”, A. Brey. “La sociedad del desconocimiento”, D. Innerarity, y “La sociedad de la incultura”, G. Mayos]. 

“La democracia es un gobierno escogido por ignorantes y hooligans de partido”, acusó el filósofo americano y profesor de la Universidad de Georgetown, Jason Brenann, hace poco en una de sus presentaciones del libro Contra la democracia, texto polémico en el que clama por un nuevo sistema político. 

Brenann es conocido como uno de los impulsores del movimiento bleeding-heart libertarianism, filosofía política que combina el énfasis en las libertades económicas y civiles capitalistas, con hincapié en la justicia social, de fuerte raigambre anarquista (tradición política que Brennan, lejos de rechazar, reivindica). En su libro, Brenann alega que la democracia “no es la única forma justa de gobierno y, de hecho, nos lleva a tomar decisiones irracionales, que no son buenas para nadie”. Propone, en cambio, implantar una “epistocracia”: el gobierno de los que saben, una república del conocimiento. (Del prefijo griego episteme, conocimiento, y el sufijo cracia, gobierno). Concepto acuñado por el filósofo político David Estlund, en su texto “Why not epistocracy?” [En: Desire, identity  and existence. Essays in honor of T. M. Penner, Academic Printing and Publishing, 2003]. 

En una “epistocracia” solo las personas con mayores conocimientos tendrían derecho a gobernar y decidir. “Aunque suene aterrador en principio, lo cierto es que, desde que el sufragio universal se alcanzó de forma general en la mayor parte del mundo, la democracia no ha hecho sino decepcionarnos, alcanzando su cúspide, quizá, en la década del 2010 a 2020. ¿Cuántas decisiones absurdas no se han tomado en el mundo en nombre de la democracia? Lo cierto es que no son pocas, muchas de ellas fundamentadas en creencias derivadas de información insuficiente, manipulada o errónea, para entender la realidad”, advierte. 

​Brenann básicamente plantea que la democracia es un tipo de gobierno defectuoso y que no tiene sentido defenderlo si lo que queremos es obtener los mejores resultados con relación al bienestar de las personas (subrayas mías). “Sus argumentos son bastante buenos y, sobre todo, lógicos. De acuerdo con Brennan, la mayoría de las personas en el planeta no debería poder ni votar, ni gobernar, al menos no sin antes hacer un esfuerzo comprobable para informarse lo suficiente. Aunque utópico, siempre valdrá la pena perseguir el sueño de una sociedad más informada”, señalan los adláteres del escritor. [Que sepan, por lo menos, de dónde vienen los huevos, enfatizo yo]. 

La gente inteligente, por principio, se aleja de la política. No he visto a nadie, moralmente superior, que persiga el poder del gobierno. Ése, tal vez, sea el pecado de los buenos, que se despreocupan de una función que deberían cumplir con más responsabilidad. El hedor de los congresos, de las cortes y de los palacios presidenciales ahuyenta, porque las trapisondas que allí se cocinan asustan a los honestos. Nadie, en razón, persigue el infierno de las maquinaciones políticas. Sólo los desequilibrados, los extraviados, los arrogantes, los llenos de viento y pagados de sí mismos. Quizá sean las razones por las cuales quienes viven en armonía consigo mismo se alejan de ese averno. 

Hay que tener un poco de criminal y homicida para aspirar a los cargos de presidente, congresista, alcalde, gobernador, magistrado. Ninguno en sana lógica aspiraría a un mandato de aquellos si tuviera su magín saludable. Los dictadores no se sostienen cincuenta, setenta años en el poder por la bondad de sus actos. Y para hacerlo concitan la logia patibularia de los empresarios corruptos que ganan con todas las administraciones, de los banqueros que no pierden nada porque mueven sus capitales a paraísos fiscales, de los generales que especulan con la guerra, cualquiera sea el motivo de ella, de los habilidosos siniestros que coleccionan partidos en su prontuario de zorras (Roy Barreras, por ejemplo), de la prensa constreñida y los adulones que traicionan principios y azuzan el odio con el que obtienen pingües ganancias. 

“Creo que la democracia se ha construido con fallos”, dice Brennan en una entrevista de prensa. “En general, sigue haciéndolo bastante bien. Es el mejor sistema que hemos logrado poner en funcionamiento. Los lugares democráticos siguen siendo mejores lugares para vivir que los no democráticos, en la mayoría de los casos. Ha fallado en la medida en que tiene problemas y debemos repararlos. Los problemas son estructurales, no son cosas efímeras. No se trata de cambiar algo que está ocurriendo en el sistema en la actualidad, hay algo mal con el sistema en sí, y tiene que ver con los incentivos que damos a los votantes. Esto es lo que más me preocupa. La democracia da a la gente el poder de gobernarse, pero a la vez incentiva a cada votante individual a actuar neciamente”. 

Allí se pregunta qué porcentaje de la población cree que está preparada para votar. “Algunos pocos están decentemente informados sobre los hechos básicos. Saben cosas como quién está en el gobierno o qué ha hecho. De la mayoría de votantes no sabemos si saben algo. Si les damos cuatro elecciones para responder una pregunta solo la mitad responde bien, por lo que no sabemos si no saben nada o conocen un cuarto de las respuestas, porque no podemos distinguirlo. El 50% restante lo hace peor que si contestaran aleatoriamente: comenten errores sistemáticos. Esa es la gente que vota; la gente que no vota sabe aún menos. Solo el 25 % de la población en la mayoría de los países democráticos tiene un conocimiento político básico, y eso no significa que sepan de economía, ciencias políticas o sociología, nada de teoría para interpretar los hechos, pero conocen algo los hechos. La población bien informada es, en realidad, menor al 25%”. 

En la charla, Brennan habla de tres tipos de votantes: hobbitshooligans y vulcanianos. ¿Quiénes son? “Si has visto las películas o leído El señor de los anillos sabrás que los hobbits no se preocupan del mundo exterior, aunque haya una batalla existencial entre el bien y el mal. No les interesa. Quieren cuidar sus granjas, fumar en pipa y comer mucho: vivir la vida. El equivalente de esto en política es el típico ciudadano que escoge no votar. No encuentran interesante la política, tienen muy pocas opiniones sobre ella, las que tienen no son estables, no tienen realmente ideología y están tremendamente desinformados. Tiene sentido: lo que no te importa no lo conoces. No tiene nada de malo ser un hobbit, he escrito incluso un libro defendiéndoles, pero son así. Si miras a la gente que suele votar es diferente. Tienden a estar mejor informados, pero además están enormemente sesgados. Y cuando digo sesgado no hablo de que tengan una opinión, no hay nada de malo en ello, hablo de sesgos en el sentido que no están abiertos a aceptar que se pueden equivocar, buscan fuentes de información que confirman lo que ya creen, no confían en la gente que está en desacuerdo con ellos y, además, tienen una actitud muy negativa hacia la gente de otros partidos: piensan que son estúpidos y malos. Y esto es básicamente lo que es la democracia: el gobierno de hobbits y hooligans”

¿Cuál de esas especies es más peligrosa? Es claro. “Bueno, los hobbits se quedan en casa, por lo que no hacen gran cosa y, además, cuando votan lo hacen de forma un poco aleatoria, así que no hacen mucho daño. Son los hooligans los más peligrosos. Y la razón por la que son peligrosos no es porque sean fanáticos a la hora de impulsar su particular ideología, lo peligroso es que son de un partido. Un buen ejemplo es la elección de Trump. La mayoría de la gente que votó a Trump no creía en sus políticas, le votó solo porque iban a votar a los republicanos de todas formas. Si los republicanos ponen de candidato a una persona desagradable y colérica, que va a romper todas las alianzas de los Estados Unidos y fastidiar al comercio, le van a apoyar igual, porque es su equipo. Si por lo que sea un idiota maligno es nominado, van a apoyarlo. Tienen lealtad ciega. Y eso es bastante peligroso” [https://www.lainformacion.com/management/la-democracia-es-un-gobierno-escogido-por-ignorantes-y-hooligans-de-partido/6350206]. 

Leyéndolo entendería uno un poco lo que está pasando en demasiados países. Las masas votantes son bastantes parecidas a las muchedumbres que llenan los estadios. Son fanáticos del momento estelar del juego. Actúan irracionalmente, llevados por el hipnotismo del mago. Aplauden, gritan, insultan, rompen barreras, incendian los escenarios deportivos. Lo que es peor: prenden fuego al jardín botánico y el planetario de la ciudad, bienes públicos (ocurrió en Medellín durante las protestas de 2021). Asesinan a los contrarios, actúan al unísono a las provocaciones de los “líderes” (los jugadores de fútbol, o un candidato), que a veces no tienen ni siquiera enseñanza elemental. Son figuras pasajeras de farándula, y, no obstante, manipulan los deseos de sus seguidores. Hacen con ellos lo que necesitan que hagan para su propio beneficio, no realmente el de las turbas. Recuérdese que “la política es el arte de disfrazar de interés general el interés particular” [Edmond Thiaudière]. Por eso es frecuente la decepción posterior de los votantes con el votado. Casi siempre hace lo contrario de lo que prometió, porque miente por conveniencia, por estrategia, por principio. El candidato es un farsante crónico. 

Creer las promesas de campaña es de estúpidos. De gente enardecida por los odios que les ganan a sus probables sentimientos nobles cuando no están sumergidos todavía en la cruzada electoral y pasional. El votante no es malo en sí mismo. Sólo es engañado en cierto momento. Pero ese instante es imperdonable porque allí se origina la tragedia del colectivo, la ruptura de la democracia, el derrumbe de las esperanzas soñadas, el inicio de la autocracia, donde ya solamente prevalecerá la utilidad de la nomenklatura. Lo saben los pueblos que han perdido esa libertad de cambiar cada tanto al mal gobernante que no logra satisfacer las expectativas de la población trabajadora, y que no pueden volver a las urnas, porque, o no hay elecciones o no respetan los resultados generales. Que es la ventaja de una democracia, aunque sea imperfecta. Ya se ha dicho muchas veces: es mejor una democracia imperfecta, que una dictadura perfecta. 

Esta última no tiene retorno. Y no debe ser muy buena: no veo a la gente, en las puertas de sus embajadas, peleándose por una autorización de residencia en Rusia o Cuba. Sí observo a millones deseando la visa para la USA. Incluyendo a Ernesto Samper, el aristócrata liberal del Chicó, exempleado de los Rodríguez, y subalterno de Chávez y Correa. ¡Pobre destino el del jet set bogotano! [En este momento leo en la prensa que Maduro está rogando su visa americana para ir a Nueva York a un concierto de salsa).  

La clase media colombiana (que tiene privilegios), algunos empresarios (a quienes se les ha respetado la libertad para ejercer su creatividad y empresarismo), los profesionales (que alcanzaron su pensión estatal o la pasan bien con sus salarios), los políticos tradicionales (que comieron de la teta gubernamental y se lucraron de la corrupción de sus cargos; podría llenar páginas enteras con los nombres de mis amigos en esa condición), los carteles de la droga y las bandas criminales, los intelectuales de pacotilla y “la izquierda de caviar”, juegan ahora a creerse redentores de una situación que ellos mismos ayudaron a generar. Se disfrazan de honrados para la siguiente contienda, a sabiendas de que todo seguirá igual, o peor, porque necesitan acomodarse a las circunstancias. Precisan seguir gobernando con sus truculencias. Y las gentes les creen. Por el odio al otro, por la venganza con el otro. El rencor les enceguece. No recuerdan que ese otro alguna vez les dio la mano para hacer viable un país que se les derrumbaba por el desorden y la dejadez de los gobernantes anteriores. Hace veinte años ningún medellinense se atrevía a subir al alto de Minas o a las Palmas, o aventurarse hasta la glorieta de Don Diego (en El Retiro), porque de inmediato era rehén de “las pescas milagrosas” de los subversivos. Ahora nadie recuerda el nombre de las estudiantes universitarias asesinadas por el ELN, en ese lugar, el domingo que no se dejaron secuestrar. Ni siquiera sus familias. Ni la pomposa comisión de la memoria histórica que, además, no debe saber el episodio, tan diligentes como son sus miembros para saber otras “verdades” sesgadas. ¡Qué burla! ¡Qué cinismo! Asquean todos por sus contumelias. 

En ese entonces, en las afueras de Rionegro, Karina asesinó, con su fanatismo enceguecido, al hijo veterinario de un miembro del consejo de paz de Antioquia porque usaba botas pantaneras. (Los talibanes, escucho ahora en la TV internacional, lapidan o matan a las mujeres que no usan el burka). Qué bueno que la misión del curita ingenuo no olvidara, igualmente, ese episodio que entristeció al país. 

Ojalá “la revolución democrática” anunciada no sea el más lamentable de los fiascos. El lenguaje inclusivo que usan ya, hace presagiar, mínimo, el desastre en la cultura y el uso correcto del lenguaje. Todos mal hablados y brutos, enredándose en una jerga ridícula y disparatada. 

El consejo de Baruch es oportuno. “Vota a aquel que prometa menos. Será el que menos te decepcione”. Los dioses nos amparen.