
Por Ana Ligia Mora M.
Colombia enfrenta hoy una doble crisis: la inseguridad y el deterioro ambiental avanzan de la mano. Los cultivos de coca alcanzaron su cifra más alta en 24 años, la deforestación creció más del 40% y los delitos ambientales aumentaron un 23%. Este panorama exige decisiones urgentes.
La coca no es solo un problema de seguridad: es también un desafío ambiental. De los 181 municipios con cultivos ilícitos identificados por la UNODC en 2023, el 93% reportó presencia de grupos armados, el 61% registró homicidios y casi el 100% sufrió desplazamiento forzado. Más de 95.000 personas han sido desplazadas y se han documentado 1.150 homicidios vinculados a esta economía ilegal. Peor aún, el 45% de toda la coca se concentra en apenas 10 municipios, lo que demuestra la gravedad focalizada del problema.
Los efectos sobre el medioambiente son devastadores: deforestación acelerada, erosión, contaminación de fuentes de agua y destrucción de la biodiversidad. La fabricación de un solo kilogramo de cocaína genera alrededor de 590 kg de CO₂e, una huella de carbono 84 veces mayor que la de cultivos legales como el café. Esto equivale a las emisiones de un automóvil de gasolina recorriendo más de 2.358 km.
Si de verdad queremos proteger nuestros bosques, el agua y la biodiversidad, debemos reconocer que no habrá sostenibilidad sin seguridad. Es hora de que la seguridad sea reconocida como un determinante ambiental en la planificación del territorio. Para ello, se requiere ajustar el marco jurídico —especialmente la Ley 388 de 1997— para que los Planes de Ordenamiento Territorial incluyan la seguridad como condición indispensable para el desarrollo sostenible.
No podemos seguir intentando proteger el territorio mientras sus habitantes siguen en riesgo. Primero la seguridad, para lograr la sostenibilidad.
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