
Por Fernando Vera Angel
Pecadora. Arrobadora. Bohemia. Lovaina empezó a perder la tranquilidad que le referían cronistas de dos décadas precedentes al llegar los primeros setenta del siglo veinte.
Los nuevos habituales, prevalidos de ingresos fáciles, irrumpieron con fuerza en el ambiente y, amantes del riesgo, como lo eran de nacencia, se jugaban sus vidas, doble a sencillo, por una mujer de las del sector. Buscaban la trifulca a como hubiere lugar, en vez de arriesgarse a un tiro fatal jugando a la ruleta rusa. Impusieron estos malparidos arrabaleros otros parámetros de comportamiento. Reemplazaron la marihuana por el perico, la navaja por el revólver. ¡Hasta el sol de hoy!
Lovaina se irrigó por la ciudad entera, con el espejismo de ser toda ella, Medellín, un nuevo destino turístico narcosexual, de orbital reconocimiento como tal.
Ese sector citadino, por algunos descrito como el de las putas, al que otros en eufemística acepción le decían zona de tolerancia, era un pedazo embrujador de aquella Medellín bucólica que ahora es pasado. La transformaron el desarrollo urbanístico, las estaciones aledañas de El Metro y esa migración que por distintísimas razones se dio por todos sus puntos cardinales y prosigue sin atisbos de estancamiento en laderas y zonas de furor rumbero, céntricas y o barriales.
De la Lovaina de esa transición, de la del Hildebrando de Jorge Franco Vélez, fue testigo excepcional Saturnino Ramírez. Durante poco tiempo, es cierto, pero con singular intensidad. Tanto que allí se hizo popular, además de su presencia de jayán, difícil de pasar por alto (siempre con tupida barba negra), como por su cálida relación afectiva con hombres y mujeres de la zona.
Alguna similitud le encontró Saturno (así le decíamos en confianza) a aquel trozo de ciudad con el Montmartre que lo sedujo de siempre. Desde cuando emigró de su pueblo El Socorro, Santander, no hubo cafetín de billares o lupanar que se le resistiesen. Ni en su querido Medellín ni en su idealizado París.
Pese a su trabajo estable en la Universidad Nacional, a su amplio núcleo de amigos y amigas, a la aceptación que comenzaba a tener como pintor, fue una constante su referencia a la capital francesa de Van Gogh, Gauguin, Toulouse-Lautrec, Susan Valadon, Utrillo, Hemingway, Sartre, Camus, Picasso, Dalí, Eluard, Gala y toda esa pléyade cultural que umbilicó dos centurias de incuestionable fecundidad en todos los campos.
Más rápido de lo que cualquiera imaginó tuvo la fortuna de que una bolsa viajera de la Bienal de Arte de Coltejer le permitiese habitarla durante cuatro lustros continuos, al cabo de las cuales retornó a su país. Fueron ocurrencias nocturnales y la gente tradicional de la zona caliente medellinense como temática de su producción pictórica de entonces las que le merecieron la decisión del jurado.
Sobre el reconocimiento de que fue objeto se produjeron reacciones encontradas en la sociedad pacata que todavía tenía como anatema merodear por esos sitios que ahora valían importante premio de arte, aunque unanimidad en el criterio de los expertos que saludaron el advenimiento de un figurativista con proyección internacional, a diferencia de acuarelistas y escultores con acogida vernácula.
El artista, que llegó a Medellín con el séptimo decenio del SXX en calidad de profesor de dibujo de la facultad de arquitectura de la Nacional, muy rápido se integró con sus compañeros de trabajo y, a través de ellos, a los grupos intelectuales de la ciudad, entre los cuales descollaba uno del que formaban parte los escritores Manuel Mejía Vallejo, Darío Ruiz Gómez (reinstalado en su medio, luego de larga estada en España), Elkin Restrepo, Orlando Mora, Javier Vásquez, Elkin Gómez, José Manuel Arango; los pintores Javier Restrepo, Oscar Jaramillo, Dora Ramírez; los arquitectos Álvaro Gómez, El negro Uribe, la sueca Karen, la gringa Ethel Gilmour y el relator de este cronicón. Idilios hubo que arrancaron charlandito entre parejas que se confundieron dentro de él y persisten con caduca solidez.
Este clan se posesionó de sitios céntricos, cercanos al parque Bolívar. Era un fuelle, una puerta de estadio o de iglesia por la liberalidad con que dejaba entrar y salir sus miembros. Carecía de cartilla de admisión. Bastaba el conocimiento con alguno y ya se tenía excusa para tomar asiento en las mesas de la heladería San Francisco al caer las tardes de lunes a viernes. En ciertas ocasiones seguían noches libertinas, El Patio del Tango, El Kalamarí, El Argentino, eran sitios a donde se iba intempestiva o pensadamente, pero especialmente las casas de la calle Barranquilla se abrían de par en par.
¡Y Saturnino ahí!
En algunas oportunidades, por escasos días en los noventas, volvió a su patria chica adoptiva. La saludó, aunque se le hizo difícil reconocerla. La rechazó tal como estaba y partió para jamás volver a escrutar en sus calles esas huellas que imprimió cuando en busca de material para su obra la anduvo de cabo a rabo. Tuvo su ocasional estudio en un caserón de Prado Centro que mientras lo conservó fue escenario de tenidas y conversatorios alrededor del arte y de sus experiencias parisinas.
En la iluminada urbe europea fueron los cafés de billares los sitios que de manera recurrente tradujo al lienzo, gustándole el retrato de tertulianos y socios de juego, por lo que de esta forma evidenció momentos interesantes de los colombianos que en los ochentas tuvieron presencia atractiva en la movida culta parisina: García Márquez, Darío Morales, Luis Caballero y él mismo, porque son varios los cuadros en técnicas diferentes en los cuales se le ve junto a una mesa de juego a tres bandas.
En Francia y en Colombia, ambientes sórdidos, hombres y mujeres solitarios, con pesadez existencial, fueron materia prima de Saturnino Ramírez, el artista santandereano que años atrás se hizo querer de los antioqueños, a quien le sonrió la aceptación de los críticos de arte europeos y quien casi tan joven como Morales, su llave en París, regresó para morir el seis de junio de 2002 en el lar en donde nació. Una cirrosis hepática le cambió su sitio en el cosmos.
¡Tenía 56 añitos! Se los bebió todos. Se los vivió todos.
A nadie le quedó debiendo nada.
Legó una obra que vale la pena rescatar. Es injusto el olvido en que hoy se le tiene a este artista, tan grande, tanto, como su masa corporal. (Ciudad).
1. Cofradía para otra canción de Aznavour y otras crónicas. Fernando Vera Ángel. Ediciones UNAULA, serie Tierra Baldía. 2024. Páginas 119 a 123.









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