22 octubre, 2025

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

La novela del Tirano

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Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez 

Basta con escudriñarle la mirada.

Su profundidad de tumba, su sevicia de hiena, su sesgo de burla cuando proclama mentiras y se asume signado por un índice divino, que lo eligió para traer al mundo el evangelio de la redención popular.

Basta con advertir su figura.

Su prepotencia paquidérmica de pandillero, sus ademanes matonescos, su voluminosidad soberbia.

Basta con sufrir su actitud.

Su propensión a la camorra, su voz de gerifalte rebuscado, su arrogante desprecio por la opinión adversa.

Es el Tirano. El Déspota. El Sátrapa. El Dictador.

De tanto proliferar en la realidad y de ser retratado en la literatura de América Latina –desde “El matadero”, en el que Esteban Echeverría desgarra la dictadura de Rosas, en 1838, hasta “La fiesta del chivo”, una crónica imponente del tirano Rafael Leónidas Trujillo, de Mario Vargas Llosa, en el año 2000—hace parte de la cultura, de nuestra genética enrevesada, de la fatalidad continental con que buscamos redimir nuestras miserias atávicas.

Entra a las páginas de los libros encumbrado en su insaciable apetito de poder y ensanchando su maquinaria de muerte, y sale de ellas convertido en figuras tan icónicas como malditas.

Y entra. Y sale. Y ahora está aquí, dándonos sus clases de exterminio indistinto, su pedagogía de cómo convertir la democracia en un retazo de folio sanitario, su capacidad para graduar corifeos de aplausos serviles, para desatar colectivos obedientes de crimen y atropello sin consideración con sus compatriotas.

“A mí no me importa la presidencia para recibir diplomáticos y asistir a recepciones y ponerme levita prestada. A mí lo que me interesa es el mando y ese lo tengo aquí con el ejército”, afirmaba el personaje del escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, en su libro “Oficio de difuntos”, con el que escanea la racha del dictador Juan Vicente Gómez.

Son cotorras de balcón. En ese perímetro de endiosamiento onanista se mueven, rezuman, supuran consignas y babosadas que la servidumbre burocrática que han insuflado en el Estado cautivo como una fauna mansa y sus militantes en armas convierten en verdad y aplauden y corean sus huestes subsidiadas y hacen cumplir mediante leyes que han creado con palabras teológicas donde el dilema es uno, único, insoslayable: sumisión o muerte.

“Los altos funcionarios lo rodearon [al dictador], aves de rapiña ante escasa mortecina. Iban llegando en formas diferentes. Unos, con bozal. Otros, en cuatro. Varios, de rodillas. Muy pocos, erectos y tranquilos, sobre sus dos extremidades… Ya estaba el Gabinete, en pleno. La crema y nata del Ejército, la Aviación y la Marina. La fofa burocracia que digería, como siempre, los banquetes opíparos del Presupuesto”, refiere el ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta en “El secuestro del General” (1973).

El Tirano los preside, los aúpa, los hucha con groserías de escarnio. “Pues los ojos -que eran coágulo de pus, o reventones de sangre, o lívidas ostras verdinosas-, tenían esos rápidos guiños solapados que petrifican la dulce entrada de las mujeres y hacen nacer el yerto vendaval del miedo en los testículos de los hombres más cabales. Pues los cenicientos labios sin bisel sabían alargarse, cerrados, en la sonreída mueca que desata inesperadamente el llanto de los niños; o, si eran protuberantes y amoratados, fruncirse con la gula del impotente que espanta aún a las más viejas rameras. Pues en las mejillas y en las mandíbulas y hasta en las mismas orejas, tenían de repente subcutáneas contracciones que eran como la deglución de todas las codicias, como el baboso saboreo de todas las concupiscencias; pero aún y más temible: como el azoro que divide al criminal entre su crueldad y su cobardía. Pues los rostros todos tenían esa serosidad sudorosa de quienes acechan tras el ojo de las cerraduras; de quienes buscan en la cosquilla erótica el camino de la fatal confidencia; de quienes pasan la lengua cirrosa por el engomado de los anónimos; de quienes brindan a la salud del amigo condenado de antemano; de quienes reciben todavía caliente el pan que amasara la madre anciana, cuando han ido a su casa para arrestar al hijo que se oculta en el granero”.

Me parece ver al fulano en esa descripción impía y cierta del escritor colombiano Jorge Zalamea en su obra “El gran Burundún-Burundá ha muerto”.

La dictadura termina con la muerte del general luego de su ejercicio eterno. Es una constante de las memorias literarias. Y su juicio es a posteriori, póstumo, cuando lo único que se puede castigar es su historia de inmundicia y no su cuerpo estragado y corrupto que merecía padecer en una galera perpetua los suplicios y vejámenes y crímenes a los que él y sus esbirros sometieron a sus pueblos, frente a los cuales se enajenaban como sus tribunos admirables y sus mesías redentores.

Muerto el Sátrapa. Difunto de venganza o senectud, que también alcanza a la eternidad, “ajeno a los clamores de las muchedumbres frenéticas que se echaban a las calles cantando los himnos de júbilo de la noticia jubilosa de su muerte y ajeno para siempre jamás a las músicas de liberación y los cohetes de gozo y las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado”, sentencia Gabriel García Márquez en “El otoño del patriarca”.

“Tenía que terminar aquel orden tan personal que él había impuesto, tan hecho a su imagen, tan vinculado a su carácter, a su vida, a su presencia física. Había un jefe y era únicamente aquel que ahora yacía muerto ante un país lleno de temores e impaciencias”, refiere en la sima del Dictador el citado libro de Uslar Pietri.

Y Ramón del Valle Inclán lo complementa desde España en su anticipatorio “Tirano Banderas”, en la segunda década del siglo XX: “Y, cierto, me parece que fuera mejor echarlo a los perros que lo comieran todo, para que su mala fama pereciera, y más presto se perdiera de la memoria de los hombres, como hombre tan perverso, que deseaba fama adquirida con infamia”.

Las organizaciones internacionales maquillan sus decisiones o miran para otra parte: tienen contrapesos para disculpar al Tirano, abstenciones y votos para baldear sus fechorías. A la satrapía que nos indigna la legitiman las inhibiciones de vergüenza de Brasil y Colombia y la huida de México. Y luego la propuesta iluminada del trío: que el ganador se siente como perdedor a “negociar” con el perdedor que funge de ganador, execrada y proscrita y ojalá enchiquerada la mujer que ha encendido la chispa. ¡Patraña de los secuaces del carnicero!

Cuando se hace click para entrar al sitio web del Tirano y ver la impostura de sus miserias acumuladas, el computador se rebela. El antivirus advierte que no es un sitio seguro. Claro. Te pueden detener, torturar, difamar, matar, desaparecer.

Aquí decimos que eso no pasará acá. Y mientras tanto, el virus sigue la metástasis de su propósito. Pervertirlo todo, comprarlo todo, hacer todo a su medida, destruirlo todo, llenar los ministerios y los puestos no con ciudadanos idóneos sino con prosélitos ideológicos, ligeros con el peculio nacional, pesados con el discurso incendiario. El poder necrosante del cambio que iba a cambiar al poder. Pero como dice un personaje de “Yo, El Supremo”, del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, al referirse a la Dictadura como un mal recurrente: “La conozco muy bien. Surge en todas partes. Se la arranca y vuelve a brotar. Crece. Crece. Se convierte en un árbol inmenso. El gigantesco árbol del Poder Absoluto. Alguien viene con el hacha. Lo derriba. Deja un tendal. Sobre el gran aplastamiento crece otro. No acabará esta especie maligna de la Sola-Persona hasta que la Persona-Muchedumbre suba en derecho de sí a imponer todo su derecho sobre lo torcido y venenoso de la especie humana”.

Mientras tanto…

El Tirano llena de inocentes las mazmorras.

El Tirano se regocija con la fiesta de la muerte.

El Tirano sigue bañándose en sangre venezolana. (Opinión).

(Fuentes: además de los libros mencionados y los que tácitamente se aluden aquí, como los de Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias, este texto está basado en el ensayo “El tema de la dictadura en la narrativa del mundo hispánico”, de Giuseppe Bellini).