2 julio, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

La maleta de la infancia 

Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez 

Si el cantautor español Joan Manuel Serrat, que tiene 80 años y ha sido compañero de viaje de mi vida y de las de millones de personas, tenía diez años y un gato, peludo funámbulo y necio, que lo esperaba en los alambres del patio a la vuelta del colegio, yo, a esa edad, tenía un triciclo y una maletita ABC. 

He recordado a esta última, tan entrañable y tierna, tan parte de la niñez, porque he visto transitar por la calle a un hombre adulto y hecho y derecho, llevando sus papeles y quién sabe qué más obligaciones de trabajo, en una maletita como la que yo portaba cuando era un chiquillo monito y delgadito y esa maravilla de cuero podía significar fácilmente la tercera parte de mi presencia física sobre la tierra. Entonces yo, que navegaba la vida en la barca de la curiosidad, simplemente amaba esa fantasía con muñequitos de Looney Tunes pintados en colores brillantes –Pato Donald, Porky, Bugs Bunny, alguno de los sobrinos del primero entreverado en la A. Pero no sabía, como me he enterado ahora cuando volví a añorarla, que “Maletas ABC” las fabricaba prácticamente desde que nací y que 65 años después sigue atendiendo la demanda con unos productos artesanales de encanto, fabricados de la misma forma manual y amorosa que la primera vez hace más de seis décadas. 

El triciclo mencionado era un regalo de mis primos Ramírez Guzmán, en el que no sé si montaron los cuatro hombres y las dos mujeres, pero que un día y como caído del cielo apareció en donde yo vivía. Su estructura metálica, con una barrita atrás tan liviana en ese minúsculo artefacto y hecha seguramente para que solo se pudiera encaramar el Espíritu Santo, todavía estaba distinguida con un color verde pálido que sobrevivía a los rayones. Yo lo montaba de un lado para otro del apartamento, confabulado velozmente contra porcelanas y patas de muebles, paseo que siempre finalizaba con el decomiso que de él hacía mi mamá y la admonición de que algún día lo iba a botar. 

Y eso pasó. Una mañana que fui a buscarlo no lo encontré en su parqueadero del cuarto de la despensa o de la habitación donde aparecía el fantasma. Inquirida mi mamá sobre al asunto me respondió que eso ya no servía para nada (lo que hoy se denomina “aceptar la realidad”) y que me asomara al ventanal opulento de la sala. Y sí, allí, sobre un verdor de pasto que sobrevivía al pavimento, estaba mi desgonzado triciclo, esperando que de su existencia se ocupara el carro atroz de los deshechos. 

Cuando volví de llorar esa primera pena motriz, mi triciclo era solo un recuerdo. Para consolarme me llevaron a la casa de mi amorosa tía Letty, donde mis primos tenían ahora un triciclo supersónico de color vino tinto, que carecía de manubrio y había que conducirlo con un timón como de carro que le daba el aspecto de no ser ni lo uno ni lo otro. Un poco más avanzado en edad me dirigía hacia el Parque Oscar (donde quedaba el teatro homónimo), de mi barrio Santa Fe, bajando por la bella Iglesia de María Reina o por el Colegio Fray Luis de Granada (Calle 22ª No. 17-18), y allí alquilaba triciclos mastodónticos, que en un abrir y cerrar de ojos se convirtieron en bicicletas. 

La maletita ABC. Mi mamá la compró para que yo fuera al Gimnasio Infantil del Divino Niño, de doña Ligia de Mancera. Y ahí embalaba yo el cuaderno, los lapicitos de colores, el borrador y una regla infaltable y minúscula y algo sobrenatural que siempre llevaba para las medias nueves. Ajustaba sus dos correas protectoras y la cogía de la manija o me la colgaba al hombro. No se habían inventado, no por lo menos acá, las rodachinas celestiales. 

¿Dónde la había comprado mi mamá? Es alta la probabilidad de que fuera en esa cadena de pequeños comercios de marroquinería raizal que quedaban en la Carrera 10ª. y entre las calles 22 y la Avenida Jiménez, predominantemente recostados en el andén occidental. Solamente interrumpidos ellos por la alcurnia del bonito local de Mesacé, talabartería que don Jesús Mesa Caballero había fundado en Jericó, Antioquia, en 1910. No recuerdo si era antes o después de la calle de Radio Sutatenza. Una zona sembrada de maletas florecería también en la Avenida Caracas, entre las calles 52 y 57, pero extendida sobre el andén oriental. Y qué decir del 7 de agosto. 

La maletita ABC había que cuidarla como la vida propia. Esa era la instrucción materna. Uno la apretaba contra el pecho, no le quitaba la mirada y lo primero que uno hacía al volver del kínder era exhibirla, para certificar que no se había extraviado. Revisión por delante y por detrás, examen por dentro… Y así de lunes a viernes, manteniéndola en una asepsia exigente, “porque salió muy cara y no se puede perder ni dañar”. 

Seguí con mi maleta en los años finales de la primaria y durante el bachillerato. No era lo usual. Una falsaria creencia obligaba a los alumnos a suponer que dejar la maleta era como suprimir los pañales y que quien había crecido podía cargar todo en la mano. Podría ser muy temerario, eso, aunque ayudaron mucho los abigarrados cuadernos multitarea, pero para mí resultó una calamidad y no me separé de la maleta. Recuerden que era una época en la que no todo el mundo usaba morral, calzaba tenis y oía todo el tiempo reguetón. 

La funcionalidad de mi maletita ABC la trasladé a maletas y maletines ejecutivos. Ya ese tiempo, en el que como ahora pude trabajar en lo que me gustaba y siempre escribir, ha quedado atrás. Y solo conservo una o dos pequeñas y de materiales simples, que siguen suscitando la indiferencia y el desprecio de los ladrones cuando las saco para hacer las vueltas representadas en papeles aparatosos. 

“Maletas ABC” tiene unos objetos preciosos, que solo mencionaré por el asombro que me producen como obras de arte y porque todavía se sigan vendiendo y usando, no se vaya a creer que estoy “monetizando” mis remembranzas. La historia de la empresa prolifera en varios medios, incluso en un documental de “Los puros criollos”, 25 minutos del capítulo 7, que se puede ver en RTVC. Pero contarla a mi manera es como hacerle un homenaje ingenuo a la familia de mi maletita ABC, que un día se perdió o se fue muy cerca al limbo de escombros donde yace mi triciclo verdoso. 

Comenzó en el puro cuero del negocio que tenía la mamá de Manuel Antonio Moreno. Así se lo contó él a Santiago Rivas Camargo en 2015, en el programa de “Los puros criollos”. Moreno, Contador de profesión, según un artículo aparecido en el portal “Las2orillas”, en abril del 2022, se asoció con Gustavo Castro y crearon la maleta ABC. Aunque la historia también se remonta a un judío de apellido Vosley, que cayó a Colombia exilado de la guerra mundial que terminó en 1945, impartiendo a los hombres lecciones sanguinarias que se han negado a aprender. Con la idea de un guardador para bártulos de guerra conocido como Satchel Bag comenzó a fabricar las maletas de los niños. Pero no le funcionó y les vendió el negocio a Moreno y a Castro. 

Hoy sigue siendo como en 1955 cuando comenzaron. Conservaban en 2015 las mismas dos planchas de cobre con las que a manera de grabado creaban en el cuero las figuras de las letras y de los animalitos de fantasía y del “Pertenece a…”. Deben guarecerlas en una caja fuerte, creo yo, porque, guardadas las distancias, son tan valiosas como las láminas de cobre que Goya utilizó para sus grabados y que yo acabo de ver restauradas en una exposición inolvidable titulada “El despertar de la conciencia”, en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid. 

Todo lo han hecho a mano. Siempre. Y es posible que, con las mismas personas, una de las cuales, doña Luz, que conoce y realiza todos los procesos, dice sin ambages: “Mi profesión es la maleta ABC”. Otro de los operadores legendarios, que todos los días corta el cuero con los moldes, dice simplemente que no ha usado la maleta ABC porque nunca le ha gustado. Y que su placer y su orgullo son cuando ve que alguien lleva una por la calle y siente que esa felicidad ajena, como la creación del primer día, salió de sus manos. 

Castro murió primero, antes de que le llegara al negocio la purga de la apertura económica. La empresa le quedó a don Manuel, quien tuvo que cerrarla y salir a buscar casi puerta a puerta lugares para comerciar esa maravilla entrañable de cuero repujado. Lo logró y siguió adelante. Sus hijos tuvieron a la maleta ABC como escuela. Hoy está al frente de “Maletas ABC” su hijo del mismo nombre, pero distinguido como “Manuelito”, quien ha llevado a la sexagenaria e invencible valija infantil compartimientos para la Tablet, el computador y el teléfono celular. En la página web de “Maletas ABC” hay 15 modelos, hijos magníficos de aquella maravillosa antepasada, que encabeza la lista con la referencia 01 y el mote de Maleta ABC Mini. A la moda, claro, asesoran a los clientes por WhatsApp. 

Don Manuel falleció. Había trasegado por todas las sedes de las fábricas, que se pueden enumerar desde la Calle 2ª con Carrera 11, pasando por el Barrio Restrepo y Galerías, y que hoy su hijo asienta en el Barrio San Miguel. En julio de 2020, desatada la pandemia y fuera lo que fuera, don Manuel no resistió. Tenía 86 años. Se fue con su maleta a mostrársela personalmente a Dios. En un artículo publicado el 19 de julio de 2020 en El Tiempo, cuenta la autora, Ana María Puentes, que le escribió un hijo de José de Jesús Rodríguez Forero, asegurando que su padre era el verdadero creador de la maleta ABC, en 1951, cuando se encontró con Gustavo Castro, y fusionaron en la maleta un negocio de artículos de cuero y una marroquinería, que tenían en el Pasaje La Macarena, Carreras 8ª y 9ª y entre Calles 19 y 20 de Bogotá. Pero yo no me meto en esas honduras. Me quedo con la imagen de don Manuel como el emprendedor que persistió y nos regaló este recuerdo colectivo de infancias, hecho a mano, hecho en Colombia. 

En el programa de “Los puros criollos”, titulado “Esta maleta es mía”, creado por Néstor Oliveros Machado, el presentador Santiago Rivas recibe el testimonio de quienes le ratifican: la maleta ABC es la única que tiene un olor propio. Puede ser el del cuero repujado. Pero en todo caso, en el breve espacio de ese contenedor de nostalgias, huele a tiza y a tablero. Y si acercamos bien el oído podremos escuchar la voz de nuestra primera maestra y el tañido de la campana que convoca al estropicio feliz del recreo, el momento inefable de las loncheras. 

No sé si quienes lean esta nota o sus hijos hayan tenido una maleta ABC. Tal vez. Alguien debería hacer una convocatoria, como una de esas caravanas de motociclistas enfundados en trajes de cuero vibrando en las Harley Davidson, donde todos llevaran a una plaza o a un parque su maleta ABC y se juntaran con otros para desgranar recuerdos y revivir la niñez, el colegio inicial, la vida cuando comenzó a andar o ahora, como mi querido Camilo Herrera Mora, el fundador de Raddar, que la usa orgulloso para guardar sus papeles de importancia. 

Mi maletita ABC ya no está. Pero tuve una. Y como canta Serrat en su bella melodía “Mi niñez”, creo que entonces yo era feliz. Con mi triciclo. También.