20 junio, 2025

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La libertad de expresión en la democracia contemporánea

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Juan Carlos Moncada

Análisis a propósito de la sentencia en favor del Gobernador Andrés Julián Rendón

Por Juan Carlos Moncada 

El reciente fallo del Consejo de Estado, que desestimó la nulidad electoral contra Andrés Julián Rendón Cardona por supuesta violencia psicológica hacia los electores, plantea preguntas fundamentales sobre la libertad de expresión en contextos democráticos. Este caso, más allá de lo jurídico, se inscribe en un debate global sobre los límites del discurso político, las narrativas de control y los desafíos contemporáneos para garantizar un espacio público verdaderamente plural y abierto.

En el corazón de la democracia se encuentra la libertad de expresión, concebida no solo como un derecho individual, sino como un instrumento colectivo para el escrutinio del poder y la confrontación de ideas. Sin embargo, en las democracias actuales, esta libertad enfrenta desafíos que parecen surgir desde dos frentes:  

1. El auge de las narrativas de control y censura: El creciente uso de conceptos como «violencia psicológica» o «discursos de odio» ha ampliado los marcos de lo que puede ser considerado perjudicial. Aunque estos términos en algunos casos buscan proteger a los ciudadanos, su aplicación sin criterios claros puede transformarse en herramientas de censura velada, limitando el debate legítimo.  

2. La polarización y el riesgo de la autocensura: La fragmentación ideológica actual incentiva a los actores políticos y ciudadanos a refugiarse en burbujas de pensamiento. Esto reduce la disposición a participar en debates públicos abiertos y favorece la censura, ya sea por imposición legal o por temor a la condena social.

¿Violencia psicológica? 

Los demandantes argumentaron que las críticas y asociaciones realizadas durante la campaña de Rendón configuraban una forma de coerción emocional sobre el elector, afectando su capacidad de decidir libremente. Este planteamiento introduce un concepto bastante problemático: ¿hasta qué punto el discurso político, por intenso o crítico que sea, puede considerarse un acto de constreñimiento?  

El Consejo de Estado respondió con claridad: las campañas políticas son espacios de confrontación, no de consenso. Declarar que el debate crítico constituye violencia psicológica equivale a asumir que los ciudadanos son incapaces de discernir entre narrativas y equivale a tratarlos como menores de edad. Este enfoque, lejos de proteger al votante, erosiona su autonomía y convierte a los procesos electorales en un campo judicializado.  

Un precedente que resuena globalmente

El fallo establece un límite crucial en un momento en que las democracias luchan por equilibrar el respeto a las libertades individuales con la necesidad de mantener un discurso público inclusivo. En el contexto internacional, observamos tres tendencias que iluminan la relevancia de este caso:  

1. El modelo de protección reforzada (Europa): En países como Alemania y Francia, la regulación del discurso se ha intensificado para proteger contra narrativas extremistas. Sin embargo, este enfoque ha generado dudas sobre si proteger a algunos discursos termina limitando la libertad de expresión de todos en los espacios públicos.

2. El modelo de mínima intervención (Estados Unidos): Aquí, la Primera Enmienda protege incluso los discursos más controvertidos, bajo la premisa de que las ideas deben combatirse con más ideas, no con censura. Este modelo enfrenta críticas por su incapacidad para abordar los efectos nocivos de la desinformación masiva.  

3. La tensión en democracias emergentes: En contextos como el colombiano, donde las instituciones democráticas están en constante prueba, limitar el discurso político podría reforzar estructuras de poder existentes en lugar de desafiarlas. Este caso muestra cómo garantizar la libertad de expresión sigue siendo una tarea pendiente en sistemas donde la desconfianza dominan el escenario.  

El mayor peligro de las narrativas de control no es la censura directa, sino su capacidad para disfrazarse de protección. La idea de violencia psicológica, aunque válida en contextos muy específicos, se convierte en una herramienta problemática cuando se aplica de manera indiscriminada en la arena política. Limitar el discurso bajo esta figura abre la puerta a la subjetividad y al abuso, dejando en manos de quienes ostentan el poder la definición de qué es aceptable.

Al mismo tiempo, la era digital ha exacerbado el alcance y el impacto del discurso político, generando nuevos desafíos:  

– La velocidad de la desinformación: En un mundo donde la información viaja a la velocidad de un clic, la libertad de expresión enfrenta un desafío único: las mentiras pueden recorrer un largo trecho antes de que la verdad las alcance. Esto no significa que debamos restringir el flujo de ideas, sino fortalecer nuestra capacidad colectiva para distinguir la realidad de la manipulación, confiando en el criterio de los ciudadanos y no en filtros autoritarios.  

– La personalización del mensaje: Las herramientas modernas permiten que las campañas se acerquen al votante como nunca antes, pero también traen un riesgo evidente: ¿en qué punto deja de ser una conversación para convertirse en un discurso diseñado para persuadir más allá de la razón? La respuesta no es limitar estas prácticas, sino promover mayor transparencia en los métodos utilizados y educar a los ciudadanos para enfrentarlos con criterio propio. La libertad de expresión siempre será más poderosa cuando quienes escuchan también saben cómo cuestionar.  

Una lección global:

El fallo del Consejo de Estado, lejos de ser perfecto, se erige como un recordatorio de que la libertad de expresión es la columna vertebral de la democracia. Protegerla no significa aceptar todo discurso sin cuestionamientos, pero sí implica reconocer que las críticas, incluso las más incómodas, son parte del juego democrático.

Como demuestran los grandes debates actuales sobre libertad de expresión, el desafío no es solo proteger el derecho a hablar, sino garantizar que las palabras sigan siendo vehículos de cambio, no armas de control. Colombia, al reforzar este principio en su jurisprudencia, ofrece una lección valiosa para democracias enfrentadas al dilema de equilibrar el respeto, la libertad y la verdad.

Este caso, como muchos en la historia del constitucionalismo, no cierra el debate, pero sí lo redefine. La pregunta que ahora debemos hacernos no es si proteger la libertad de expresión, sino cómo hacerlo sin convertirla en un privilegio selectivo o en un derecho debilitado.

Un fallo hipotético

Si el Consejo de Estado hubiera decidido a favor de los demandantes, el escenario político, jurídico y ciudadano enfrentaría interrogantes fundamentales que trascienden este caso particular. Este hipotético fallo habría establecido un precedente inquietante para el futuro de la democracia colombiana, planteando las siguientes preguntas clave:

1.   ¿Habría abierto este fallo la puerta para que cualquier crítica legítima en campaña se convierta en causal de judicialización, restringiendo la creatividad y el vigor del debate político al punto de hacerlo insípido y uniforme?

2. ¿Qué mensaje recibirían los ciudadanos al asumir que son fácilmente manipulables emocionalmente, minando su confianza en su propia capacidad crítica y fortaleciendo la percepción de que necesitan ser protegidos por intermediarios judiciales?

3. ¿Hasta qué punto el derecho habría comenzado a transitar un camino peligroso, en el que los jueces se conviertan en árbitros de lo que constituye un discurso políticamente aceptable, socavando la libertad de expresión y el pluralismo que sustentan a una sociedad democrática?

Estas preguntas no solo nos invitan a reflexionar sobre el impacto de este caso en el contexto electoral, sino también sobre el delicado equilibrio entre proteger derechos individuales y garantizar un espacio público abierto, donde las ideas puedan fluir con libertad, incluso cuando incomoden.

Una lección hipotética que la democracia no puede darse el lujo de ignorar.