24 abril, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

La invención de lo real en la literatura de Álvarez Gardeazábal

@eljodario 

Nota: A propósito de los 50 años de la publicación de Cóndores no entierran todos los días Publicado en La Palabra, Univalle, Escuela de Letras. Circula con El País. 

Por Julián Malatesta

Profesor de la Escuela de Estudios Literarios, Univalle. 

Después de sus impresiones de juventud y exploración iconoclasta en los temas de la religión y la sexualidad abordados en Dabeiba (1972), La tara del Papa (1972) y La boba y el Buda (1972), Gustavo Álvarez Gardeaábal se instala como un escritor que pone a consideración de los colombianos y de la crítica especializada, tal vez la obra más significativa de la literatura latinoamericana en la indagación sobre los móviles de orden social, político, religioso y psi-cológico que conducen a la aparición de personajes complejos, capaces de cumplir los más oscuros designios; se trata de Cóndores no entierran todos los días (1972) donde Gardeazábal ausculta la violencia campesina, atizada y encubierta por la confrontación bipartidista de los años cincuenta; lo hace desde una narrativa atenta con la descripción del incipiente mundo urbano y del peso que aún cumple en el imaginario social el paisaje rural. 

Ya en esta obra pone en evidencia su extraordinaria ruptura con la tradición formal de la novela colombiana, pues disuelve las relaciones de linealidad temporal, trata de modo fragmentario los acontecimientos y le otorga un enorme valor a la oralidad, la cual, en su mofa, describe como un idioma particular de su región: el chisme, que en su acepción primaria consiste en disociar, separar unos de otros, revelar lo que se anhela debe permanecer en secreto, hacer público lo íntimo y sobre todo, propiciar el conflicto como un deleite y gozo para el pérfido, pero que en su poética activa la intencionalidad aviesa o franca de sus personajes en ejercicio de sus derroteros. 

Se diría que se trata de un escritor realista, pues no falta el lector que logre hacer coincidir su entorno inmediato con episodios narrados en su obra; pero creo que esto es un prejuicio que empobrece la lectura de la novela por cuanto las vicisitudes narrativas son construidas con retazos de tiempo que disuelven cualquier hilo de continuidad cronológica, y aunque en la historia de Colombia se hallen prestos los sucesos para la noticia o la crónica, el poder de la ficción estriba en apropiarse de los aspec¬tos más emotivos, vitales y sugerentes que estos ofrecen y conducirlos a la creación de un mundo que solo le pertenece a la obra literaria. 

El “realismo” de Gardeazábal es inorgánico, no se ejecuta con el espejo donde la “realidad” está para ser copiada, su narrativa trabaja con la fractura, se escribe con la esquirla de los acontecimientos, tal vez con la ruina de una historia que se obstina en ser pasado pero que el escritor se propone revelar en presente; ni siquiera el narrador coincide con los avatares domésticos, intemperantes y pendencieros del escritor Gardeazábal o con sus heroicas faenas políticas. Quienes acusan a los narradores de sus diversas obras de establecer simetrías con el amanuense o de tener una especie de identidad directa con el creador, se equivocan porque la obra es una constelación hecha de flujos de tiempo, de saberes, de destrezas y de géneros literarios y artísticos donde el punto de vista del autor no puede manifestarse con plena autonomía porque 

A propósito de los 50 años de la publicación de Cóndores no entierran todos los días, el entramado narrativo se lo prohíbe y porque el autor mismo se va construyendo con la obra que elabora. 

Pese a que hay pasajes que podrían legitimar una lectura “señaladora” o con el dedo en alto apuntando a la “diana”, como se puede denominar este esfuerzo por establecer equivalencias con el mundo real, la más de las veces, lectura precedida por convicciones morales e inquisidoras, el acontecimiento se halla envuelto en el sensorium estético y material de la obra y por una vía interpretativa no puede desligarse de ese hábitat que lo constituye. 

Estas inclusiones caprichosas y provocadoras, son propias de un escritor de vanguardia, estamos aquí ante lo que podríamos denominar el efecto Magritte, ese pintor belga del movimiento surrealista que en 1928-1929 dibujó una pipa y dentro del cuadro escribió un letrero que decía: Ceci n’est pas une pipe, “esto no es una pipa”, lo que inhabilitaba una lectura coloquial, por cuanto los caracteres alfabéticos del francés se hallaban dibujados en el encuadre y estos no podrían operar con el vigor significante del mundo de afuera. Es lo que llamó Foucault “coger las cosas en la trampa de una doble grafía”, para que el lector permanezca en el perímetro de la obra y presienta una caducidad, o mejor, la exasperante inutilidad de su información previa. 

Gardeazábal no profesa ninguna devoción por una democracia estética ni anhela que sus personajes establezcan igualdad con el mundo real. Es probable que en ese mundo habiten seres más célebres o más despiadados que sus personajes, pero el mundo de ellos es sin literatura, sin arte, para ellos está negada la gloria de la invención, su mundo está hecho de aciago destino y esta no es la verosimilitud que configura el escritor, Gardeazábal trabaja por la verdad de la obra, y sus quiebres y sus flaquezas pertenecen a la obra misma. 

Se podría considerar que es un escritor que alcanza un nivel de madurez donde la tradición que concurre a él la constituye su obra misma. No es posible hablar de una obra en singular sino se tiene como referencia todo su acervo literario. Desde luego, que, en este escritor, habita un apasionado lector, un académico y por consiguiente un disciplinado estudioso de la literatura, pero resulta vano, con esta larga trayectoria, pretender identificar aquellas influencias de la tradición que contribuyen a su producción literaria. 

De qué serviría hablar de la novela de folletín constituida por entregas semanales en los diarios de la Europa decimonónica o referir el influjo en su obra de los relatos ingleses y norteamericanos cuando su devoción por la oralidad y por el lenguaje directo, procaz y desenfadado de sus héroes e infames disipa el volumen de una erudición que se tomaría por asalto sus relatos. 

Metido hasta el cuello en la novela, el heroico descifrador de signos descubre estupefacto que su país de origen habita dentro del relato, y que afuera solo queda la dura estela de barbarie y desolación.