
Por Gloria Montoya Mejía
La igualdad es, sin duda, uno de esos principios universales que encierran una belleza moral incuestionable. Es un ideal que inspira justicia y equidad, pero también puede convertirse en un arma peligrosa cuando es mal utilizado. Hay políticos que, en lugar de dignificarlo, lo instrumentalizan para sembrar envidia, para avivar divisiones y para alimentar resentimientos entre ciudadanos. Pretender que todos debemos ser exactamente iguales, que todos debamos tener lo mismo en lo económico, es una falacia peligrosa y una visión reducida de la vida.
Los seres humanos, por naturaleza, buscamos la diferencia. Cada uno de nosotros camina un sendero propio, con aprendizajes únicos y ambiciones diversas. La vida no es un molde uniforme: es una trama de contrastes. He visto jóvenes de familias acomodadas que, al llegar a la adolescencia, sienten la necesidad de desprenderse de lo material y optar por lo mínimo, como un acto de libertad y autenticidad. Esa experiencia revela que no es la abundancia ni la escasez lo que define a una persona, sino el sentido profundo que da a su camino.
La escasez, incluso, ha sido en muchos casos la piedra angular del ascenso humano. No porque sea justa, sino porque despierta el impulso de trascender. Los pueblos como Antioquia que han surgido desde la carencia son los que han forjado culturas sólidas, economías pujantes y espíritus resilientes. Lo mismo sucede en lo profesional: hay quienes, teniendo la posibilidad de estudiar en las mejores universidades del mundo para llegar a la NASA, eligen caminos distintos, eligen ser artistas, escritores, músicos o artesanos. Y basta. No todos quieren lo mismo, ni todos deben aspirar a lo mismo. Esa diversidad es la que le da riqueza a la sociedad.
Ahora bien, cuando regresamos al ámbito político, el uso retórico, ingenuo o malintencionado de la igualdad se vuelve tóxico. La política no puede reducirse a discursos que prometen nivelar todo como si se tratara de repartir con exactitud matemática lo que corresponde a cada quien. El verdadero deber del gobernante no es igualar, sino corregir las asimetrías del espacio social, combatir la corrupción y generar oportunidades reales. Es garantizar que existan condiciones mínimas de equidad para que todos los ciudadanos, sin importar su origen ni su estrato socioeconómico, puedan acceder a bienes fundamentales: educación de calidad, salud digna, espacios de recreación, infraestructura que conecte territorios, sistemas de movilidad eficientes y seguros.
De eso se trata: de que podamos seguir siendo lo que somos —seres humanos en diferencia pero en comunidad— trabajando juntos por ser mejores seres humanos. No de uniformarnos en un ideal abstracto de igualdad que, mal planteado, no hace sino profundizar la desigualdad.
La verdadera política de igualdad no es la que nos promete ser iguales en todo, sino la que nos asegura el derecho a ser diferentes con dignidad, con acceso a oportunidades, con caminos abiertos para crecer, decidir y trascender.
Porque, como bien dice la sabiduría antigua: no son las palabras las que hablan de los gobernantes, son sus obras. Y una muestra de esto puede verse en el ejercicio político, ejecutivo y técnico del actual candidato a la presidencia Enrique Peñalosa.
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