
Por Carlos Gustavo Álvarez
¿Quién llegó primero a Bilbao? Todo parece indicar que fue el coronel peruano Mariano Eusebio Antonio Joseph de Tristán y Moscoso, que hacía parte del ejército español. Nacido en “Las Indias”, es decir, en Arequipa, Perú, el 15 de diciembre de 1760, era descendiente de una familia de linaje y fortuna, con tantos pergaminos que, sumados, dejarían como una cartilla escolar los del “Libro de los Muertos”, del Museo Egipcio de El Cairo, descubiertos 250 años después. Era el mayor de una familia en la que figuraba su hermano Juan de Pío, último virrey del Perú y años luego, presidente del territorio emancipado.
Tal vez toda esa prosapia (cardinal en la vida social de Europa y del imperio español y sus colonias de ultramar, tanto que hasta Simón Bolívar estuvo escarbando en el árbol de sus ancestros a ver si podía escamosear entre las ramas un título nobiliario), todo ese bosque genealógico y rimbombante encandelilló a Thérèse Laisney. Había llegado a Bilbao en 1798, acompañada de una pariente chaperona. Era una francesita agraciada de dieciséis años, a quien llamaban “Minette”, gatita, miau.
Moscoso no la dejó ni llegar. Se enamoró de ella al primer maullido y le propuso que se casaran. Y ella dijo que sí, pues como ya se ha dicho, los matrimonios eran por conveniencia y a ella la favorecía que Mariano se hiciera cargo del mercado y la ropita, ya que el palo no estaba para cucharas. Tristán Moscoso recibía dinero de Pío y una renta de 6000 francos que como hermano mayor le había dejado su tío, el arzobispo de Granada. Como era militar, el coronel tenía que pedirle permiso al Rey para consumar el himeneo. Pero el hombre se pasó las reglas por las charreteras, y terminó casándolos un sacerdote que había conocido a “Minette” en Francia.
El último en llegar a Bilbao fue Bolívar. Iba por María Teresa, pero el papá se había llevado a María Teresa de vuelta a Madrid. A que te cojo, ratón… Bolívar, no nos digamos mentiras, se quedó en la gozadera, asistiendo a reuniones diversas en la localidad vizcaína. A lo bien. Y en una de esas conoció a Mariano. Se hicieron amigos. Y en otra de esas, el coronel lo invitó a la casa, de buena persona que era. Y claro, se vieron con Thérèse, que era un bombón. Una que otra mirada va, mirada viene, mirada va, como cantaba Rodolfo Aicardi. Aseguran que Bolívar estaba estudiando en una escuela de idiomas y se iba a practicar con “Minette”. Y en menos que canta un gallo, y mientras llegaba la hora de casarse con Teresa e irse para Venezuela, y él tenía que esperar solito por allá, pobrecito, se hicieron amantes.
Poco menos de un año duraron en eso, hasta que los Tristán decidieron irse a vivir a París. Ella fue la primera en viajar, en enero de 1802, con la pariente aquella. Y con Simón Bolívar, que tenía todo lo que necesitaba para acompañarla: juventud, tiempo, plata y muchísimas ganas de miau. El 29 de abril regresó a Bilbao y le expidieron el pasaporte para regresar a Madrid a casarse con la otra Teresa.
Fue un agradable día de primavera. El 26 de mayo de 1802. Campanas y ornamentos en la iglesia parroquial de San José, copada de invitados de la novia (no sonó “La marcha nupcial”, pues Fanny Mendelssohn no la había compuesto todavía y su hermano Felix, que se apropió de ella, no la divulgó sino hasta 1842). Tres semanas después, María Teresa Rodríguez del Toro y su esposo Simón Bolívar salieron de España hacia Venezuela embarcándose en el puerto de La Coruña, en el mismo “San Idelfonso” que tres años antes había traído a “El caraqueñito”. El panorama de los recién casados no podía ser más halagüeño. Tenían todo en la vida. Aquella vida que te da sorpresas. María Teresa enfermó de fiebre amarilla. Murió el 22 de enero de 1803. Tenía 21 años.
En París, la vida iba en dirección contraria. Especialmente en el vientre de Thérèse. El 7 de abril de 1803 nacería Flora Celestina Teresa Enriqueta de Tristán y Moscoso, que pasaría a la historia como Flora Tristán, escritora autodidacta y pensadora y uno de los baluartes del feminismo precoz, autora de la frase “Proletarios del mundo, ¡uníos!” (recogida en “El Manifiesto Comunista”, de Marx y Engels, en 1848). Y abuela, para más señas, de un pintor genial y torrentoso llamado Paul Gauguin. El historiador Antonio Cacua Prada, en su libro “Los hijos secretos de Bolívar”, asegura que éstos fueron tres, dos hombrecitos y la famosa y a la vez desventurada Florita.
Acongojado por ese dolor imprevisto, enlutado por el duelo que marcará su vida, pero no contendrá sus amoríos, Bolívar vuelve a Europa. Llega a Cádiz para la Navidad de 1803. En enero de 1804 está en Madrid. Y arriba a París los primeros días de mayo, un poco antes de que el senado francés proclamara emperador a Napoleón. Quiere ver a Thérèse, a quien, por otra parte, le ha ido lo más de bien. Es madre y el matrimonio Tristán – Laisney se ha instalado en Vaugirard, en las afueras de París. Viven en una bella mansión llamada “El Castillo”, como la novela de Kafka. Bolívar, que no sabe ni pío de todo eso, tiene que contactarlos publicando un “Se busca” en los avisos clasificados de un periódico.
Thérèse alivió los días parisinos del viudo, es posible que más a manera de confidente y amiga que de amante, llevando en los brazos a la pequeña Flora, extrañamente parecida al visitante. El joven de 21 años, asegura Eduardo Lozano Torres, pasó el resto del año de parranda “y se sabe que frecuentó casas de juego, prostíbulos y lugares de diversión en los que dejó grandes sumas de dinero”.
Entre las múltiples notas de su libro, Marie Arana cita esta para describir el ambiente que degustaba Simón Bolívar, en compañía de su cuñado Fernando del Toro: “su espíritu, corazón, gustos, carácter habían cambiado por completo. Alquilaba un apartamento por 500 francos en el Hotel para Extranjeros, tenía sirvientes con elegantes uniformes, un entrenador, caballos magníficos, un palco en la ópera. Se sabía que mantenía una bailarina. Finalmente, su vestuario, que era extravagantemente lujoso, contrastaba con los atuendos lamentables y anticuados de todos los demás”. También era el amante de la muy conocida en su historia, Fanny du Villars, diez años mayor que él, casada con un conde que era 25 años mayor que ella y más promiscua que “La Güera” Rodríguez, que es mucho decir, órale. Admirador de Napoleón, todo parece indicar que estuvo en su coronación en Notre-Dame, el domingo 2 de diciembre de 1804. Y asistió, sin duda, a la investidura fastuosa del corzo como rey de Italia, en Milán, en mayo de 1805.
Pero la vida económica de Bolívar transitaba por un momento oscuro, espoleada por los excesos. Sufrió el invierno, una estación que transcurre fundamentalmente en los huesos. Y con la llegada de la primavera tuvo que pedir dinero prestado a la díscola Fanny, lo que para él no era otra cosa que una humillación. Pero entonces apareció Simón Rodríguez y la vida tomó otro rumbo. Escribiría cartas a Thérèse hasta 1807, cuando regresó a Caracas y avanzaba vertiginoso el huracán de su nueva vida.
Para Thérèse, para su hija, la vida, en cambio, se desgració por completo. Fueron castigadas con el advenimiento inmisericorde de la calamidad. Don Mariano se vino a pique, cuando ya estaba por ahí un hermanito de Flora. Perdió 20.000 francos en un galeón que venía del Perú. Otros 6000 se esfumaron al naufragar la nave “Minerva”. Tuvo que prestar plata. Y no aguantó. El 14 de junio de 1807, a la edad de 46 años, una apoplejía lo pasó a mejor vida.
Madre e hijos vieron cómo el gobierno francés expropiaba la casa pomposa de Vaugirard. Los parientes ricos del Perú no decían ni pío. Y aquí salen a flote las verdades. En una página de genealogía, Thérèse aparece nominada como Anne Pierre Laisnay, nacida el 5 de febrero de 1772 y no casada con Mariano. “Concubina”, la llama la historiadora Arana. El matrimonio nunca fue regularizado en Francia, y Flora escribió en su libro “Memorias de una paria”, que, como resultado de ese defecto de forma, “se me consideraba como hija natural”.
Pasaron del lujo a las barriadas harapientas y de ellas, al campo. Desastradas. “Años de escasez, de miedo, de hambre, de tristeza, sobre todo cuando tu madre caía en un estupor anonadado, incapaz de aceptar su desgracia, después de haber vivido como una reina…”, escribe Mario Vargas Llosa en el cautivador libro “El paraíso en la otra esquina”, un relato de las vidas de Flora Tristán y de Paul Gauguin. El hermano murió a la edad de 10 años. Ellas regresaron a Paris. A Flora la casaría su madre con un tipo tan siniestro, que mancharía estas letras con su desorbitada maldad.
Flora visitaría el Perú en busca del tío Pío. Que la ayudó económicamente, no se puede negar. Pero que, en una carta del 6 de octubre de 1830, dos meses antes de la muerte de Bolívar, le dijo a su “estimable sobrina”, unas palabras terminantes: “convengamos, pues, que usted no es sino la hija natural de mi hermano”. Solo que Mariano, de acuerdo con todas las fuentes, era estéril.
Según Eduardo Lozano Torres, en su libro “Bolívar, mujeriego empedernido”, las cuentas que saca Antonio Cacua Prada para demostrar el parentesco no dan ni sumando ni restando para que en la partida de bautismo de Flora se feche su nacimiento el 7 de abril de 1803. Pero en la época, una cosa era una cosa y otra cosa era otra cosa, y podían pasar varios meses entre el nacimiento y la formalización del documento, que quedaba como fecha de nascencia.
Y el asunto se vuelve más polémico porque Flora era fantasiosa. Esa fecha y la respectiva partida fueron divulgadas por ella. Lo mismo que unas cartas a su madre firmadas por Simón Bolívar, ya para entonces consagrado como El Libertador de América, progenitor de la libertad de cinco naciones. Las publicó el 31 de julio de 1838 –, cuatro años antes del fallecimiento de Thérèse (o Anne Pierre) y seis años antes de su propio deceso en Burdeos, causado por el tifus– en un periódico parisino muy justamente llamado “El ladrón”. Quería quedar bien social y políticamente, respetar la memoria de “Minette” y no tirarse sus aspiraciones pecuniarias con la familia Tristán al otro lado del charco. Así que la veracidad de las cartas hay que ponerla en salmuera. La forma en que ella describe y cita a Bolívar parece destinada a renegar del parentesco. Escribe Plinio Apuleyo Mendoza: “si Flora se sintió obligada a maquillar esa correspondencia es indudablemente porque ella revelaba una intimidad que en aquel momento le convenía ocultar”.
De Bolívar se ha sostenido que era estéril, como don Mariano. El domingo 18 de mayo de 1828, descansando en su casa de Bucaramanga, le dijo a su edecán, el coronel Luis Perú de Lacroix, que tenía pruebas de lo contrario. Es decir, aténgase y no corra, papito. En cuarenta y siete años de vida se le cuentan 35 amantes. Dato que se queda muy corto frente al que suministra el genealogista Julio César García Vásquez: 46 mujeres y 23 hijos. Para no hablar de “las pretendidas”.
Para cerrar este periplo por la vida y andanzas de Simón Bolívar y su hija, hay que decir que ella, además de ser una mujer brillante, erguida al reconocimiento desde el mismo barro de la adversidad, y una escritora prolija y seductora, era bonita. Muy bella. Ojos oscuros, cabello largo. Y su temperamento “era el de una española, caprichosa, la verdadera personificación de Carmen”, según uno de sus biógrafos. Otro cronista la define como “hija de los rayos de luz y de las sombras”. El académico colombiano Carlos Mejía Gutiérrez, que le ha metido el diente al asunto, señala: “es más parecida a Bolívar que a su pretendido padre”. Ese árbol genealógico toca tierra patria, pues Alina, la hija del pintor Paul Gauguin, nieta de Flora y bisnieta de “Minette”, casó con el colombiano Juan Nepomuceno Uribe. Pero esa es otra historia.
Por ahora, colorín colorado, “La hija de Bolívar” se ha acabado.
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