30 octubre, 2025

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La hija de Bolívar (1) 

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Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez 

La España a la que llega Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Ponte y Palacios Blanco –un quinceañero caraqueño, huérfano, acaudalado y sin desbravar–, en 1799, “era un hervidero de decadencia y no el poder inviolable que pretendía ser”, según describe Marie Arana, escritora peruana, en su libro sobre quien franquearía la historia como “El Libertador”. 

“España había estado en guerra por seis largos años y seguiría en guerra por otros veintiséis, hasta que su fuerza se agotó y su posición como una de las naciones más poderosas del mundo quedó en el pasado”, refiere Arana sobre el desastrado comienzo decimonónico de la Madre Patria. Ya se sentían en la vecindad los pasos de animal grande de Napoleón Bonaparte, que golpearía al Estado. Pero, sobre todo, era patética la inacción de ese rey de naipes llamado Carlos IV. Había cedido su poder al primer ministro Manuel de Godoy, quien lo corneaba con la casquivana emperatriz María Luisa de Borbón-Parma, a quien mencioné en otra nota por su aparatosa pero envidiada prótesis dental, que dejaba sonriente sobre la mesa a la hora de banquetear. 

En todo caso, Simón Bolívar, estaba en Madrid. Habían pasado once días después de que el barco “San Ildefonso” lo vomitara en el puerto vasco de Santoña –la expresión no es rebuscada de atenernos a lo que eran las travesías marítimas de la época y a que los navíos fungían como Arca de Noé. Fueron 72 días de mar desde que salieron de La Habana. “Apestaba a queso rancio y a la sangre de los animales”, escribe Marie Arana. 

Madrid era otra cosa. Hipócrita. Frívola. Laxa. Cortesana. Su tío Pedro salvó a Simón del naufragio. Y al comenzar el siglo XIX estaba enamorado. Ella se llamaba María Teresa Josefa Antonia Joaquina Rodríguez del Toro y Alaysa (a quien denominaremos María Teresa de aquí a lo que le queda de vida y para que alcance el espacio). Había nacido en España, hija de caraqueños ricos y de alguna forma emparentada con los Bolívar, como pasa siempre con los ricos. “Era pálida, delicada, alta, no muy bonita que digamos, pero tenía grandes ojos oscuros y bonita figura”, comenta Arana. Dos años mayor que el pretendiente entusiasmado. Por otra parte, el matrimonio era conveniente para las familias, que así era como básicamente se motivaban entonces para casarse y pare de contar. 

Bolívar la amaba. Aunque no fuera la primera mujer en su vida. El chino era encantador, como continuaría siendo en tratándose de féminas hasta el viaje de agonía que lo llevaría a Santa Marta treinta años después. Poseía una lívido exacerbada, herencia de su padre, el mantuano y abusivo Juan Vicente Bolívar y Ponte, que hoy perecería en las primeras de cambio, judicializado por un tribunal feminista, término y derecho que ayudó a acuñar la hija de Simón. 

¿Cómo era Bolívar? Buen conversador. Seguro de sí mismo. Con una mirada penetrante y seductora brotada de sus ojos negros. Aseado y perfumado. Buen bailarín. De la misma estatura de Maradona. Delgado, pero de complexión musculosa. Fino y amable. Válgame, Dios: ¡Y eso que le faltaban la fama y la conversión en un mito idolatrado! Según Eduardo Lozano Torres, en su libro “Bolívar, mujeriego empedernido”, antes de llegar a la amorosa ensenada de María Teresa, que marcaría su vida, el pelao se había enamorado en Caracas de Manuelita White, su profesora, practicado la coquetería activa con sus primas Aristiguieta y remitido a las sábanas con María Ignacia Rodríguez de Velasco y Osorio. 

Musicalmente conocida como “La Güera”, María I. fue una alegre señora que conoció en México, antes de volver a la Veracruz de Agustín Lara y seguir para La Habana. Casada, aristocrática y forrada, bonita y sensual, cinco años mayor que él, habitual de la infidelidad a su muy mayor esposo, y que luego de tres semanas de jolgorio despidió con una pirotecnia de alegría a “El caraqueñito”. El muchacho quedaría con dos taras amatorias: las mujeres mayores, preferiblemente casadas. 

Solo que ahora sí estaba enamorado. Iba a casarse con María Teresa, “amable hechizo del alma mía”. Pero al suegro, don Bernardo Rodríguez del Toro, viudo y con platica, por supuesto, el asunto no lo convencía. Así que se llevó a su tesoro a Bilbao, con el pretexto de que lo acompañara a hacer negocios, pero en realidad para quitarle a su hija a ese hombre que tenía pegado como un chinche. Tal vez intuía que no lo amaba. Y puede que tuviera razón. Después de que tío Pedro le hiciera la formal petición de mano a suegro don Bernardo, Bolívar le escribe a María Teresa: “considero que, aunque no haya eso de amor, por lo menos humanidad no deja de haber en el benévolo corazón de usted, y siendo así, usted debe complacerse de ver que me hallo casi en el camino de alcanzar la dicha que con mayor ansia deseo y cuya pérdida me sería más costosa que la muerte misma”. Como reza la canción que compuso Héctor Ulloa, “El chinche”, un tiempito después: voy a comprarle a la vida cinco centavitos de felicidad. 

Y para que queden más dudas sobre la desemejanza de los amores entre Simón & María Teresa, y viendo a todas luces que estando él en Madrid y ella en Bilbao, la correspondencia de respuesta a “El caraqueñito” no había sido copiosa, Bolívar le reclama con finura, que el tipo era exquisito, como ya se ha dicho: “P.D: No prodigue usted tanto sus cartas porque ya no tengo tanto dinero con qué sacarlas de tantas que vienen en todos los correos”. 

Como mamola de cartas, nada de carantoñas y amor de lejos, amor de tontejos, Bolívar decide, qué carajo, irse para Bilbao. Es el día 20 y se acaba marzo de 1801. Beethoven está a punto de interpretar en Viena su Sinfonía No. 1. Pero esa es la música que yo le pongo a lo que encuentra Bolívar al llegar muchos días después –los 400 kilómetros que separan a Bilbao de Madrid se hacen hoy en carro en cuatro horas y media— al extremo septentrional de la península ibérica: una noticia buena y una mala. 

La mala, que don Bernardo, tan chisgarabís, y quien realmente no quería separarse de su hija porque entonces quién iba a cuidar al viejito, se la ha llevado para Madrid. Berraco y triste, Simón Bolívar decide quedarse en Bilbao. Se aloja en una pensión. Y le va cogiendo cariño a la villa. Sobre todo, y esa es la buena noticia, por la linda chica a la que llamaban “Minette”. Porque, como diría Rubén Darío, el poeta de la Nicaragua de décadas después, “sin las mujeres, la vida es pura prosa”. 

Pero eso queda para la próxima nota. Porque es domingo, esto está muy largo y ustedes tienen cositas qué hacer.