28 marzo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

La bonocracia 

Por Miguel Aguirre 

He aquí mi propuesta de gobierno: la bonocracia, el gobierno de los buenos. Sorprende que en miles de años de historia aún no se haya planteado. Se ha hablado de gobierno de técnicos, de filósofos, del pueblo y de uno solo, de sacerdotes y de ricos, de militares y de corporaciones, incluso se ha propuesto un sistema donde se elija al azar a las autoridades, pero a nadie se la ha ocurrido decir que la gente buena debería ser quien dirija. La bondad, al parecer, no es una cualidad que se le exija a los políticos. 

Yo, empero, me siento entusiasmado por la idea. Désele el poder a cualquier persona y ésta lo usará en beneficio propio y malversará fondos públicos. Se le da a un solo individuo, con la esperanza de que, si lo tiene todo, la corrupción no lo tentará, pero resulta que a él tenerlo todo no le basta. La democracia degenera en demagogia y da inicio a la subasta de votos. La teocracia siente una atracción mortal por las hogueras y en la corporatocracia la gente desaparece sin dejar rastro. Montamos a un artista a la cancillería y a la mañana siguiente nos habla de la pureza de la raza aria. Pero si le damos el poder a una persona buena, íntimamente buena, tolerante, pacífica, generosa, que tenga al bien ajeno por encima de todo, habremos dado un paso en dirección a la utopía. 

Tal vez, solo tal vez, sea un poco ineficiente. Los miramientos suelen retrasar proyectos. A veces, no querer desalojar a una familia de la tierra que le da el sustento para vivir puede demorar la construcción de una carretera. Y, en las lides de la política internacional, demasiada blandura puede acarrear una fulminante inmigración de militares. Ante esto, dos opciones:  

1) Que el elegido, además de bueno, sea inteligente y no carezca de entereza, pues la bondad no es sinónimo de debilidad ni estulticia (aunque algunos así lo crean), y 2) Que la bonocracia sea el sistema universal para así eliminar a los contendientes inescrupulosos, esos que se aprovecharían de la delicadeza de su vecino.  

Pueden formularse unas cuantas objeciones extras. Por ejemplo: ¿cómo determinar quién es realmente bueno? ¿Cómo saber que no se trata de un ambicioso fingiendo bondad? ¿Cómo elegir al gobernante? La respuesta es sencilla: lo elige otra persona buena con un criterio entrenado. La bondad es, a fin de cuentas, lúcida. ¿Y cómo evitar que el poder corrompa al dirigente electo? El poder no corrompe a nadie, el problema es que solo los corruptos van tras él. Una persona buena es incorruptible. ¿Qué hacer si el investido no sabe gobernar? Se le rodea de ministros talentosos que suplan sus defectos. 

Quedan muchos asuntos por concretar, pero eso se lo dejo a los expertos. Yo, por ahora, me contento con plantear la bonocracia, pues avergüenza que, en un mundo con pensadores tan penetrantes y filósofos tan eruditos, aún no se haya propuesto la bondad como piedra angular del Estado. A mí, que solo soy un ignorante, me ha tocado esta tarea. Pero todos sabemos que, en ocasiones, las verdades más fundamentales solo están al alcance de los simples.