Por Jorge Mario Gómez Restrepo*
Este año, la Inteligencia Artificial y sus arquitectos han sido coronados como los protagonistas indiscutibles de la historia global. Se nos vende un futuro de eficiencia impecable, pero en los pasillos de la justicia, esa narrativa tiene grietas peligrosas. Mientras celebramos la velocidad del procesamiento de datos, estamos ignorando cómo la tecnología ha potenciado una vieja amenaza, el juicio mediático. Hoy, el juez no solo lucha contra la complejidad del expediente, sino contra un «tribunal digital» que dicta sentencia en segundos, impulsado por algoritmos diseñados para viralizar la indignación, no la verdad.
Lo que antes llamábamos «presión mediática» ha mutado. Ya no es solo el titular de prensa, es una arquitectura digital que premia el contenido sensacionalista. Los algoritmos de las redes sociales no verifican hechos, verifican interacciones. En este ecosistema, una noticia falsa o una filtración descontextualizada viaja más rápido que cualquier rectificación judicial. Como advertí en reflexiones anteriores sobre el lawfare, el proceso judicial deja de ser un acto de justicia para transformarse en una batalla mediática donde la condena llega antes del juicio. El riesgo es que el juez, temeroso del linchamiento digital, termine fallando para la tribuna y no para el Derecho.
A esta presión externa se suma un peligro interno, el «sesgo de automatización». Hemos documentado cómo, en la guerra, los operadores confían ciegamente en la sugerencia de la máquina. En la justicia ocurre algo similar. Cuando la información llega empaquetada por herramientas tecnológicas o validada por la repetición masiva en redes, se crea una ilusión de verdad.
El peligro es que el operador judicial asuma la narrativa viral como un hecho probado. Si la IA «alucina» inventando datos —como vimos en el caso del juez de Sincelejo —, la opinión pública también «alucina» construyendo culpables sin pruebas. Y desmontar una alucinación colectiva es mucho más difícil que anular una sentencia.
El riesgo de esta dinámica no es solo para el procesado de turno, es una amenaza directa a la democracia. Cuando la «verdad» judicial se privatiza y pasa a depender de qué tan viral es una acusación en una plataforma digital, el Estado de Derecho se disuelve para dar paso a un «Estado de Opinión Digital». La justicia, que debe ser el contrapeso sereno frente al poder y la masa, queda reducida a un trámite que valida lo que el algoritmo ya decidió.
Si los jueces pierden su independencia frente al click, la democracia pierde su último refugio de racionalidad.
Para el ciudadano de a pie, el escenario es aún más aterrador. Hoy celebramos que el algoritmo «cace» a un político corrupto, pero mañana esa misma maquinaria de sesgos y viralidad puede volverse contra cualquiera. Sin la protección del debido proceso y con la presunción de inocencia demolida por la velocidad de las redes, el ciudadano deja de ser un sujeto de derechos para convertirse en simple contenido para el escarnio. Una justicia que opera bajo la dictadura del algoritmo no garantiza libertad, solo ofrece espectáculo.
Detrás de este caos hay responsables. Los arquitectos de estas inteligencias y plataformas no son neutrales. Han diseñado sistemas donde la verdad es irrelevante si no es rentable. Mientras debatimos sobre la ética del juez, poco decimos sobre la ética del programador o del dueño de la plataforma que permite que una calumnia se convierta en tendencia nacional.
Estamos ante una «brecha de responsabilidad»: la justicia se llena de expedientes contaminados por el ruido digital, mientras los creadores del algoritmo se lavan las manos.
El poder judicial es, por definición, contramayoritario, su función es poner límites, no seguir la corriente. En tiempos de viralidad, el acto más revolucionario de un juez es apagar el ruido, ignorar el algoritmo y atenerse estrictamente a la prueba.
La justicia no puede ser un concurso de popularidad ni una validación de tendencias. Si permitimos que el miedo al «qué dirán» en redes sociales dicte los fallos, habremos reemplazado la balanza de la justicia por el contador de likes. Y en ese intercambio, la democracia siempre pierde. (Opinión).
*Abogado Universidad Libre, especialista en instituciones jurídico-penales y criminología Universidad Nacional, Máster en Derechos Humanos y Democratización Universidad del Externado y Carlos III de Madrid, Diplomado en Inteligencia Artificial. Especialista en litigación estratégica ante altas cortes nacionales e internacionales. Profesor Universitario.


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