Por Jaime Jaramillo Panesso (foto)
Padre: me dicen que todos tenemos padre
aunque no sea conocido de autos procesales.
Me cuentan, padre,
que los hijos suelen crecer,
aprender y trabajar. Y que una de sus satisfacciones
es apoyar al padre en sus años de agachada.
También los hijos remiendan la colcha del recuerdo, dicen,
para que los retazos familiares formen el mapa de los olvidos
olvidados, pero son pocos los que manejan
la aguja de marear.
Padre es la palabra que invoco
cuando llaman a cancelar cariñosas propuestas de visitas
cortas o emitir malas noticias de los hijos
que siguen solicitando la intervención del padre.
Y el padre siente que ya son muchas las llamadas
a los amigos para abrirle paso
al reincidente, mientras llueve hoy, día del padre.
Y llueve padre,
como el día que lloró la soledad de nuestro silencio
y dijeron los dueños de la fiesta
que era mejor colgarse de las notas pedigüeñas, en vez llevarle
una taza de arroz al padre.
El día en que llamaron a la madrugada,
un martes, lleno de agenda letrada y grabada en una tableta
informática y melancólica,
con retrato tuyo en la portería,
sin ganas de salir al patio. Dimos por terminada
la cita en la cual, padre, pagarías las deudas
de tus hijos sin pagarés y sin letras
de cambio o cheques posdatados,
porque, padre, dentro de un día o un año,
volverán más hijos que nunca,
a abrazarte. Y traerán una canción
de fiesta. Y estarás, padre, más viejo y sordo,
pero cantarán con la voz
de los hijos que saben de un padre
que ya no canta, pero espera.
que ya no espera ni tampoco canta.
EL PADRE
El padre de nosotros dijo:
Voy a buscar trabajo fuera de la ciudad.
Y se fue a las tierras más calientes,
Menos cálidas para su salud.
Hacían falta abogados en medio
de esas calles bullangueras,
con acequias bordeantes de aguas podridas
y de bares atestados de morenos
buscadores de suerte entre manglares
y pangas pintadas de verde y amarillo.
El padre de nosotros se quitó la corbata.
Su porte de magistrado
lo cambió por visitas a la dueña
de un hotelito hecho en maderas perforadas
por un tiempo de grillos y gorgojos.
Durante la noche su radio
ensartaba la escucha de emisoras panameñas
y en la mañana leía un diario
de la capital.
Sus libros de literatura
y los códigos manoseados de la rutina
se fueron borrando con el paso a paso
de los ojos sedimentados por la sal,
por la harina de los bananos de exportación.
Con una placa en la puerta de su casa
ofrecía servicios litigantes
en una manigua de hombres armados
y de contrabandistas
bañados con agua de colonia “María Farina”.
Porque ganó algunas demandas civiles
pudieron sus hijos comprar el primer televisor,
asistir con camisa almidonada
al cumpleaños de su abuela guarceña.
Sus dedos, que siempre persiguieron el lápiz
a pesar de la artritis.
lograron firmar la notificación
por la pérdida de sus pulmones sedentarios.
El padre de nosotros, dijo entonces:
me voy a buscar un hueco lejos de este hervor.
Se tomó el último aguardiente,
se fumó el último cigarrillo
y se vino a morir a Medellín
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