18 abril, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Gustavo Álvarez Gardeazábal: El Cóndor de dos siglos

@eljodario 

Es tal el valor de “Cóndores no entierran todos los días” que es quizás de las pocas novelas colombianas sobre el tema de la violencia que, al trascender de un siglo a otro, han alcanzado a ser objeto de debate, crítica, difusión y contradicción en las redes sociales. 

Por Alberto Santofimio Botero 

El Cronista.co  

En el escenario conventual, silencioso, yerto, y recogido de la ciudad de Pasto, al sur de Colombia, en el exilio de un reducido espacio de la ciudad Universitaria de Torobajo, el autor puso a volar su imaginación, su inspiración y su pluma, y los recuerdos lacerantes de la violencia sufrida en su terruño tulueño, para poder escribir su magna obra. 

Esa nostalgia según la propia confesión de Álvarez Gardeazábal, fue determinante para escribir a nombre de nuestra generación, que desde nuestra infancia, hasta hoy, no ha tenido derecho a vivir un solo día de paz, su novela esencial. 

Con un dejo de emoción evocadora sobre los días luminosos de su esplendido parto literario, Gardeazábal conmovido afirma: “Ahora, cuando solo anhelo poder volver a recorrer sus espacios, cuando sólo guardo añoranzas por la tierra bendita que me amparó mientras escribía Cóndores y se celebran 50 años de la primera edición de esta obra, no he pensado en otra cosa que cantarle desde lejos a Pasto. Oyendo en la memoria sus campanas, sintiendo soplar el viento frío y húmedo de los eneros de carnaval, o cortando con mi cabeza el ventarrón helado y seco de agosto”, de esta manera reconoce el autor, que sin sus días de aislamiento y exilio no hubiera tenido el tiempo, la disciplina y la iluminación para concebir y dejar para la posteridad este libro trascendental, por su tema, por la hondura de los sentimientos que lo inspiran, y por la excelsa calidad literaria de su escritura. 

Venturosamente, el alejamiento de la agitada e intensa vida intelectual y bohemia en Cali, la sostenida y fuerte controversia política de Gustavo, como gran artífice de la contradicción, tanto con los extremistas de la izquierda radical, como con los apolillados contertulios del bar del club Colombia que lo consideraron siempre como una amenaza a sus intereses oligárquicos, todo esto hizo posible el milagro literario de ‘Cóndores no entierran todos los días’, del cual estamos celebrando 50 largos años. 

Quién como yo, tuvo que presenciar perplejo, desde los días contados de la infancia, el vendaval violento y encendido de la lucha sangrienta entre liberales y conservadores en la época de la Violencia, con mayúscula, que retrataron fielmente con objetividad sociológica Orlando Fals Borda, Monseñor Germán Guzmán Campos y Eduardo Umaña Luna, en un formidable estudio que ya es reconocida historia de lo que fue ese tiempo de equivocación colectiva, y que vemos retratada en la obra de Gardeazábal, en el escenario de Tuluá y del Valle, idéntica a la que nos tocó a nosotros sufrir y padecer en el territorio ensangrentado de Ibagué y del Tolima por los mismos años. 

Cuando leo modestamente las páginas abrasadoras de su novela y el recuento minucioso de personajes y lugares, no dejo de hallar una curiosa similitud con lo que tuve que vivir perplejo en mi infancia, con dolor y asombro inocultables, en la Ibagué de mi devoción entrañable. 

¿Cómo no identificar la legendaria calle Sarmiento de Tuluá con la emblemática carrera tercera de Ibagué? ¿Cómo no encontrar semejanza entre el Happy Bar, predilecto lugar del tenebroso “Cóndor” Lozano, con el bar Florida, el café Pijao de los conservadores y el Café Madrid y el Nutibara de los liberales, en el Ibagué de aquellos años sombríos que marcaron nuestra existencia? 

Toda esta remembranza de trágicos sucesos sangrientos del Valle y del Tolima, me hace recordar que fueron precisamente los signos de la violencia imperante en aquel tiempo, los que hicieron nacer, tempranamente en mi espíritu, un franco rechazo a la vulneración del derecho a la vida y al uso de la fuerza. 

Esto marcó de tal manera mi existencia que después, en el ejercicio de la política, fui siempre gestor de la convivencia, del respeto por la opinión ajena y del fraterno entendimiento con nuestros semejantes por encima de las discrepancias por creencias religiosas o por ideologías políticas. 

Repasando con deleite las páginas de la novela de Gardeazábal, encuentro cómo el autor narra las formas en que la policía al servicio de la violencia del régimen mataba a los adversarios escondiéndoles la cédula, diciendo “que los habían recogido por ahí, en una de sus calles”. ¿Será este acaso, un antecedente de los tenebrosos falsos positivos, que tantos años después han suscitado horror, rechazo y repugnancia en la sociedad colombiana y en el extranjero? O quizá no es que la historia se repita, sino que la condición humana de los bárbaros extremistas no cambia. 

Precisamente, en afortunada síntesis, refiriéndose al episodio de algunos que pudieron salvar su vida de la persecución implacable del “Cóndor” León María Lozano, el autor afirma: “adoptó la posición que muy pocos de sus compañeros adoptaron: huir, antes que verse imbuidos en una matazón que no tuvo límites ni de tiempo ni de espacio, y que llenó de sangre calles, ríos y sembrados de Colombia.” 

El recuerdo escalofriante del desfile funerario de liberales y conservadores en las calles de la apacible Ibagué de mi infancia, me sigue estremeciendo ahora, al identificarme con la forma cómo mi excelso compañero de generación logró plasmar, con tanta precisión estas inenarrables emociones, haciéndolas tangibles, en su pluma. 

Fue tal el implacable huracán de la violencia fratricida en el Valle del Cauca, que se tiene en el personaje de Aurea Girón, “el único habitante de Tuluá que había muerto de muerte natural en muchos meses.” Todos los demás cayeron bajo las balas asesinas. 

La figura literaria de Gertrudis Potes, “la del bastón de plata y las batas de cintas moradas” me recuerda a las llamadas Policarpas de la sociedad bogotana, encabezadas, entre otras,   por María Urrea de Aya y Pepita Calderón de Lozano Agudelo, que acompañaron a Alberto Lleras Camargo en su lucha contra la dictadura, o las que, en el Tolima, enfrentaron en clandestinidad la violencia, y lucharon luego por el reconocimiento del derecho al voto para las mujeres. Un radical batallón que protagonizaron: Ana Julia Caicedo, Beatriz Santofimio de Galvis, Cielo Botero Jaramillo, Marrúm Kairuz, Luisa de Bernal, Tele González de Arbeláez, entre otras.   

Ante el fenómeno de permanencia de dos siglos de esta magnífica obra, viene a mi memoria lo afirmado por Irene Vallejo, en su fantástico libro ‘El Infinito en un Junco’ al señalar que “los libros son hijos de los árboles que fueron el primer hogar de nuestra especie y tal vez el más antiguo recipiente de nuestras palabras escritas “. Sin la novela de Gardeazábal el fenómeno histórico de la violencia hubiese quedado, sin residencia en la tierra, perdido en una tradición oral seguramente contradictoria, sesgada, incompleta y lastimada en su verdad por el paso inexorable del tiempo. 

Es tal el valor de “Cóndores no entierran todos los días” que es quizás de las pocas novelas colombianas sobre el tema de la violencia de los años 50,  que al trascender de un siglo a otro, han alcanzado a ser objeto de debate, crítica, difusión y contradicción, muy amplia en las redes sociales, cosa que no ha ocurrido, lamentablemente, con otros libros importantes sobre ese periodo histórico, inclusive, algunos escritos antes de  la obra de Gardeazábal, como ‘Viento Seco’ de Daniel Caicedo, ‘Siervo sin Tierra’ de Eduardo Caballero Calderón, ‘El día del Odio’ de Osorio Lizarazo, ‘La Calle 10’ de Manuel Zapata Olivella, ‘El día Señalado’ de Manuel Mejía Vallejo, ‘El Sargento Matacho’ de Alirio Vélez Machado y ‘Sin Tierra para Morir’ del reconocido humanista e historiador tolimense Eduardo Santa. 

 La poesía de Jorge Zalamea “El gran Burundún-Burundá ha muerto”, tuvo especial resonancia en los países socialistas en el siglo anterior, pero en este tiempo, solo un reducido grupo de intelectuales en Colombia y en el extranjero la recuerdan con la admiración que bien merece. 

Pese a que autores como Jeffrey D. Sachs sostienen que “la humanidad siempre ha estado globalizada a partir de la dispersión de los humanos modernos desde África hace unos 70.000 años”, la verdad es que solo el imperio de la sociedad digital, en nuestros días, y su incalculable influjo en la vida de la humanidad en el siglo XXI, no tiene comparación con ninguna época anterior, a la que vivimos actualmente. 

Esta revolución digital cambió radicalmente las costumbres, masificando la comunicación de tal manera, que ahí reside el inmenso logro comparativo de la novela de Álvarez Gardeazábal, al trascender entre dos siglos, y conseguir, para la consolidación de su justo mérito, al ser objeto del estudio y de multiplicación de su lectura y conocimiento en estos nuevos tiempos. 

La historia de un novelista, según Roland Barthes es la historia de un tema y sus variaciones. Discutible para autores como Tolstoi, Dickens o Balzac, la fórmula es válida para aquellos que, como Kafka y Dostoyevski, parecen haber escrito toda su obra azuzados por una idea fija”. Coincidiendo con esta opinión de Mario Vargas Llosa, traída en su libro ‘García Márquez, historia de un deicidio’, consideramos que sin desestimar el mérito de las otras obras escritas por Gardeazábal, como ‘EL Bazar de los Idiotas’, ‘El Divino’, ‘Perorata’, entre otros, ‘Cóndores’ se ha convertido en un libro estremecedor de ficción, historia y relato, con un indiscutible prestigio consolidado. 

El ser “Cóndores” ya reconocido en Colombia y universalmente, como todo un clásico, constituye la gran victoria de Gustavo Álvarez Gardeazábal contra la lacerante amenaza del olvido. Estamos seguros que más allá de la vida del autor, está obra habrá de perdurar. Ese título constituye un galardón superior por su categoría y su fuerza intelectual, a cualquier premio de tantos que suelen atraer la vanidad y el interés de los autores. Porque como bien lo escribió JM Coetze el Nobel sudafricano “lo clásico es aquello que sobrevive a la peor barbarie, aquello que sobrevive porque hay generaciones de personas que no pueden permitir ignorarlo y, por tanto, se agarran a ello a cualquier precio.” 

Por todo lo anterior, pienso que mi amigo Gardeazábal disfruta el espectáculo, y se deleita tranquilo, con imperturbable serenidad, con los amaneceres soleados, con el canto de las aves, el rumor del río y del viento alegre que acaricia sus flores, y de las seductoras noches estrelladas en “El Porce”, su fortaleza y refugio, en el territorio de sus ancestros, sus grandes pasiones y sus éxitos políticos, académicos y literarios. 

El escritor acaricia el otoño de la vida, ahora, y dispara a diario en su propia voz, incisivas crónicas de crítica política y social, que siguen mostrando, de cuerpo entero, al iconoclasta, al polemista encendido, al humanista diserto, al lector omnívoro, probando orgulloso y altivo, que mantiene intactos sus mejores sueños, y su condición irrenunciable de rebelde con causa, imbatible y seguro frente al reto de pensar, analizar y escribir, con aire de libérrima independencia, sobre los diversos aconteceres de su patria y del mundo.